En 1978, Julio Cortázar leía en Cerisy La Salle una ponencia para el coloquio Literatura Latinoamericana de hoy en las que definía el exilio como “la cesación del contagio de un follaje y de una raigambre con el aire y la tierra connaturales”, y al hombre exiliado como alguien que se sabe “despojado de todo lo suyo, de un ritmo de vivir, de un perfume del aire y un color del cielo, de una costumbre de casas y de calles y de perros y de cafés …”
Dice el escritor John Berger que “la emigración, no solo implica dejar atrás, cruzar océanos, vivir entre extranjeros, sino también destruir el significado propio del mundo y, en último término, abandonarse a la irrealidad del absurdo”.
Fue en medio del calor húmedo de Guanagazapa, Escuintla, donde conocí a don Eusebio, un todosantero de Huehuetenango, que había sido refugiado en Chiapas durante el conflicto armado interno junto a otros miles de guatemaltecos, y a quien el gobierno de Álvaro Arzú le había repatriado a esa tierra inhóspita en un rincón de la costa. Con ojos mojados, dijo don Eusebio: “Mi mujer murió de la pura tristeza de ya no poder pastar a sus ovejas como lo hacía antes cuando vivíamos en la montaña de los Cuchumatanes”. Don Eusebio sigue vistiendo sus ropas de lana, y aunque su cuerpo está sudando el calor de Escuintla, su corazón sigue entre sus montañas natales.
Hace unos años, participando en un programa de investigación en los campamentos de refugiados saharuis en Tinduf, Argelia, fue en los ojos de los niños que entendí que absolutamente nadie tiene por qué pasar su vida huyendo de algo ni de alguien. También comprendí que para el refugiado, la memoria se convierte en el instrumento que permite revivir de sentido a la vida, al tener que asumir una nueva identidad de “refugiado extranjero”.
Existe entre los exiliados el placer y la necesidad de recordar para contrarrestar las pérdidas sufridas en cuanto a proyectos políticos y personales, de elementos que hacían a la identidad grupal e individual, la pérdida incluso de un paisaje referencial.
En este mundo que construimos día a día, hay 51.2 millones de desplazados, 6 millones más respecto al año pasado, lo que representa el mayor nivel desde la Segunda Guerra Mundial. “La mitad de ellos son niños, muchos atrapados en conflictos o persecuciones que las potencias mundiales han sido incapaces de evitar o de terminar”. De esto huyeron las decenas de miles de niños que han estado llegando de mojados a suelo americano estos últimos meses.
“Un récord de 25 mil 300 niños solos presentaron pedidos de asilo en 77 países el año pasado”, según ACNUR.
“Vemos aquí los inmensos costos de una guerra que no acaba, del fracaso en resolver o evitar conflictos”; “vemos el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas paralizado en muchas crisis cruciales alrededor del mundo”, declaró Antonio Guterres, alto comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados. (ACNUR/La Jornada, México).
Para justificarse, el terrorismo de Estado fabrica terroristas: siembra odio y cosecha más violencia, mueren niños como moscas y cada vez son más los que deben defenderse sin padres, sin familia, sin sociedad, y sin Estado, nomás aferrándose instintivamente a la vida como garrapatas.
¿Cuándo las naciones y los políticos entenderán que vivir y morir entre extranjeros puede parecer menos absurdo que vivir perseguido y torturado por los propios compatriotas? Vivir como refugiados será siempre desmantelar el centro del mundo.
Quizás a todos nos haga falta asomarnos unos centímetros más allá del borde, ahí donde la perspectiva y los horizontes se amplían ligeramente, para asumir que una vida en refugio no puede ser vida para nadie. Desde ahí entonces, dejemos de sucumbir y alimentar más al caos, para atravesarlo, desde la fuerza arrasadora de la lucha colectiva que es por la esperanza, para que todos esos millones de humanos y niños puedan recuperar su centro, su cielo, su vida.
Publicado el 23 de junio de 2014 en www.elperiodico.com.gt por Marcela Gereda http://www.elperiodico.com.gt/es/20140623/opinion/249659/
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