La huida

Grande ha de ser la desesperación de quienes envían a sus hijos a cruzar las fronteras para refugiarse en un país que nada promete. Así de grande es también la indiferencia de los gobernantes que observan el fenómeno sin inmutarse. Miles de niñas y niños se lanzan a la aventura suicida de seguir la ruta de los indocumentados, para acabar muertos en el desierto, violados por los coyotes, las bandas criminales, los guardias fronterizos, perdidos en la inmensidad de esos páramos o confinados en un centro de detención en donde serán abusados antes de ser deportados hacia sus países de origen.

Es difícil imaginar las vivencias de una niña o un niño cuya capacidad de entendimiento de situaciones tan extremas de dolor todavía no se ha desarrollado. Si para los adultos la sola idea resulta insoportable, para estos menores abandonados a su suerte ha de ser un golpe certero a su psiquis, una herida imborrable que marcará el resto de su existencia.

¿Quiénes, finalmente asumen la responsabilidad por esta huida masiva de niñas, niños y adolescentes en la etapa más importante de su desarrollo? ¿Será la sociedad que les niega su protección ante la violencia criminal y el abuso intrafamiliar? ¿Serán las autoridades de gobierno, concentradas en garantizar que las cosas sigan como están? ¿Serán las instituciones del Estado, las mismas que fueron creadas con el propósito de proteger a la niñez?

Es preciso ver más allá del hecho para medir el impacto de este fenómeno y tomar conciencia sobre sus alcances. La ruta de la muerte, representada por el cruce de la frontera entre Guatemala y México, poblada de bandas criminales listas para capturar a los más débiles, es el primer gran escollo para estas criaturas indefensas. Luego está el largo camino hacia la frontera norte del país vecino, un desafío casi imposible incluso para hombres adultos con la fuerza y resistencia suficientes para hacerle frente.

La decisión de embarcar a los hijos menores en tan peligrosa aventura suele provenir de los propios padres, la mayoría ya emigrados, quienes buscan reunir a la familia con la esperanza de conseguir así la legalización de su estatus. Vana esperanza, dado que el Gobierno de Estados Unidos ha sido enfático al asegurar que no serán elegibles para buscar la ciudadanía.

Los miles de menores confinados en centros de detención, así como también los que lograron cruzar sin ser detectados, no son solo víctimas de una decisión incorrecta de sus padres, sino fundamentalmente de un sistema perverso que no les permite tener acceso a las oportunidades de desarrollo que les corresponden, garantizadas en el mandato fundamental del Estado.

Las soluciones para evitar la emigración de la niñez y la juventud en busca de una vida mejor no son algo de otro mundo: invertir en educación, en salud y alimentación. Invertir en quienes gobernarán este país en el futuro y hacerlo con sabiduría y equidad. Relegar el beneficio personal para favorecer el colectivo. Ser honestos, visionarios y respetar el mandato de una Constitución que está plenamente vigente. Con eso sería suficiente.

Publicado el 16 de junio de 2014 en www.prensalibre.com por Carolina Vásquez Araya
http://www.prensalibre.com/opinion/huida_0_1157884237.html

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