Conflictividad y desarrollo

Eduardo Mayora Alvarado

En cuestiones de minería y de proyectos de energía, al igual que en lo que concierne a grandes infraestructuras, los inversores se fijan en varios aspectos para decidir si invierten o no en cualquiera de esos proyectos en las múltiples jurisdicciones en que pueden hacerlo. Uno de ellos es el problema de la conflictividad, sea motivada por cuestiones medioambientales, sociales, políticas o ideológicas.

En Guatemala la conflictividad ha aumentado notablemente desde que se aprobaron los Acuerdos de Paz y por eso no es de extrañarse que se nos considere uno de los países más conflictivos de Latinoamérica, cuando de invertir en este tipo de proyectos se trata. Es probable que los activistas que promueven las situaciones a que aquí me refiero, sea directa o indirectamente, consideren que, por consiguiente, sus esfuerzos han fructificado o van en la dirección correcta.

No estoy intentando establecer una correlación entre la aprobación de dichos acuerdos y el incremento de la conflictividad a que me refiero aquí, sino que empleo ese hito histórico como una especie de línea divisoria entre el tipo de motivaciones que debieran predominar antes y después. Supuestamente, durante el conflicto armado interno las hostilidades eran motivadas por objetivos ideológicos y eran uno de los medios para poner fin al régimen político existente. Hoy en día, supuestamente, también, las motivaciones debieran ser, principalmente, relativas a cuestiones apolíticas.

El “éxito” del movimiento o del activismo “anti-proyectos”, en cualquier caso, es innegable. Guatemala se ha convertido en un país de alto riesgo en este contexto y, en igualdad de circunstancias, los inversores que pudieran haber invertido en hidroeléctricas, en minas, en empresas de la agroindustria, en grandes infraestructuras, etcétera, probablemente lo harán en otros sitios.

Sin embargo, ¿a dónde conduce el “éxito” del movimiento anti-proyectos? Eso depende de varios factores, ninguno de los cuales es favorable, paradójicamente, para las comunidades que se involucran en los conflictos. Simple y sencillamente, cuando la empresa se cansa y se va o cuando desiste del proyecto que fuere, el vacío que queda sigue igual. No hay nuevos empleos, no hay contratistas, no hay impuestos ni el aspecto productivo del proyecto como tal. Las reformas legislativas que algunos han propuesto, que van desde el incremento de las regalías por las explotaciones mineras hasta la nacionalización del sub-sector eléctrico, difícilmente se resolverían o implementarían en el corto plazo o del modo como a cada grupo de activistas pudiera satisfacer.

Y esto pone de manifiesto por qué este tipo de cuestiones debiera resolverse por los cauces del proceso político, en lugar de las vías de hecho que, generalmente, desembocan en acontecimientos violentos. Es imposible que las leyes satisfagan las preferencias de todos; muchas veces, ni siquiera de la mayoría en un momento determinado. Las leyes van acompañadas del atributo de la coercibilidad precisamente porque todos no siempre están dispuestos a cumplirlas. Y esa es una de las funciones principales del Estado: hacer valer las leyes. Cuando el Estado “negocia” o “dialoga” sobre la observancia de la Ley, el sistema en su conjunto pierde su lógica interna.

Publicado el 01 de mayo de 2014 en www.s21.com.gt 
http://www.s21.com.gt/grano/2014/05/01/conflictividad-desarrollo

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