Poco antes de escribir estos papeles, el profesor y economista argentino Alberto Benegas Lynch me envió el “Proyecto de Constitución del Partido Populoso Justicialista”, un texto redactado por el Muso en clave de humor e ironía (rasgos típicos de la personalidad Ayau), en contra de los excesos de socialistas, populistas y colectivistas, fauna enormemente nutrida en América Latina, incluida su querida Guatemala.
El escrito, de cierta extensión, es muy divertido, como lo era Ayau, pero, dado que ésta se trata de una conferencia sobre la propiedad, me voy a limitar a leerles los artículos 26 y 27. Dijo el Muso en el 26:
“Toda persona tiene derecho de disponer libremente de lo propio … siempre que la Dirección General de la Actividad que se Trate le dé permiso”.
O sea, los burócratas del Estado realmente tienen poder sobre los bienes ajenos. Uno es dueño de su propiedad hasta que al Estado le dé la gana.
Y luego en el 27, la apócrifa Constitución agrega:
“Algunas personas tendrán derecho a disponer de los bienes de otras personas, siempre que se legalice el despojo y se justifique en función social y que los despojados sean una minoría”.
Desgraciadamente, la broma de Ayau encaja en la realidad política latinoamericana. Cuando yo era adolescente, crecí en una atmósfera revolucionaria que no veía con buenos ojos la existencia de propiedad privada, incluso antes de que se entronizara el comunismo en la Isla. Nadie se atrevía a defenderla. Era de mal gusto. Sonaba a codicia.
En aquellos tiempos, vergonzosamente, y creo que todavía hoy, la propiedad privada sólo se justificaba en “función social”, como decía equívocamente la Doctrina Social de la Iglesia, sin que nadie definiera exactamente qué quería decir esa frase peligrosamente ambigua.
El rechazo a la propiedad privada
Debo confesar que mi primera conferencia como exiliado, a los 19 o 20 años, ya en el exilio, fue en defensa de la empresa pública. En aquel acto negué con vehemencia la evidencia de que el Estado fuera un pésimo empresario. En esa época, bajo los efectos nocivos de la mentalidad revolucionaria, aunque yo estuviera opuesto al comunismo, también sentía que había un elemento censurable en la tenencia de propiedad privada. Era algo oscuramente negativo. No en balde la avaricia era uno de los siete pecados capitales.
Afortunadamente, el tiempo y la experiencia me demostraron que estaba radicalmente equivocado. Muchos años más tarde me resultó muy fácil escribir el Manual del perfecto idiota latinoamericano junto a Plinio Apuleyo Mendoza y Álvaro Vargas Llosa. Yo había sido uno de esos idiotas, aunque debo decir en mi defensa que no por mucho tiempo y sin fanatismos.
Pronto aprendí que la existencia de la propiedad privada no sólo era clave para el desarrollo de los pueblos: resultaba conveniente desde todos los ángulos posibles.
La propiedad y la prosperidad
Antes de entrar directamente en el tema de la propiedad privada, voy a comenzar por recordar los 30 países más prósperos y habitables del planeta. La lista, que suele variar poco, la confecciona la ONU todos los años y mide objetivamente la calidad de vida en el mundo. En el 2013 examinó a 185 naciones. El documento, muy aséptico y sin color ideológico, se titula Índice de Desarrollo Humano y tiene en cuenta la salud, la educación, la longevidad y el Producto Interno Bruto per cápita.
Ahora sigue la lista. El orden va de mayor a menor puntuación, pero, repito, son las 30 naciones mejor calificadas del conjunto del planeta:
1 Noruega – 2. Australia – 3. Estados Unidos – 4. Países Bajos (Holanda) – 5. Alemania – 6. Nueva Zelanda – 7. Irlanda – 8. Suecia – 9. Suiza – 10. Japón – 11. Canadá – 12. Corea del Sur – 13. Hong Kong 14 – Islandia – 15. Dinamarca – 16. Israel – 17. Bélgica – 18. Austria – 19. Singapur – 20. Francia – 21. Finlandia – 22. Eslovenia – 23. España – 24. Liechtenstein – 25. Italia – 26. Luxemburgo – 27. Reino Unido – 28 República Checa – 29. Grecia – 30. Brunei.
Hay varias observaciones significativas que hacer a esta lista.
- Incluye países nórdicos (todos los escandinavos); de raíz anglo (Australia, EEUU, Nueva Zelanda, Irlanda); germánica (Alemania, Austria, Suiza, Liechtenstein, Luxemburgo, Países Bajos); latinos (España, Francia, Bélgica, Italia); eslavos (República Checa y Eslovenia); semitas (Israel); asiáticos (Corea del Sur, Hong Kong, Singapur y Brunei).
- Algunos son repúblicas y otros monarquías constitucionales. Algunos son católicos, otros protestantes de diversas vertientes, uno es judío, otro islámico, hay un par confucianos y otros dos mayoritariamente ateos o indiferentes a las cuestiones de la vida eterna. Esto demuestra que la estructura de la jerarquía política o las creencias religiosas no determinan el éxito o el fracaso de las sociedades.
- En prácticamente todos esos países –parcialmente exceptuados Singapur, que es una economía de mercado, pero no una plena democracia, Hong Kong desde la absorción por China en 1997, y Brunei, que es un sultanato autoritario, mayoritariamente islamista, en el que el sultán –un déspota benevolente– hace y deshace a su antojo–, el resto son democracias liberales en las que existe la propiedad privada y la ley la protege.
- Los checos y los eslovenos a principios de los noventa, cuando abandonaron el comunismo, le dieron un vuelco total al colectivismo y crearon rápidamente las instituciones que protegían la existencia de propiedad privada.
- Lamentablemente, ningún país latinoamericano está entre esas primeras 30 naciones del planeta. Chile, que es el que está más cerca, aparece en el número 40 y Argentina en el 45. Guatemala ocupa el puesto 133, lo que da la medida del inmenso trabajo que debe hacer el país para mejorar la calidad de vida de la mayor parte de la población.
En todo caso, aunque sea una verdad de Pero Grullo, es conveniente no olvidar que la existencia de propiedad privada por sí sola no garantiza el desarrollo. Es un factor importante, pero no suficiente. Hay decenas de países en los que existe propiedad privada protegida por la ley y, sin embargo, el nivel de pobreza y hasta de exclusión social puede ser altísimo. En Centroamérica, sin ir más lejos, Honduras, El Salvador, Nicaragua y Guatemala son ejemplos de modelos económicos en los que sobrevive una cierta forma de libre empresa y propiedad privada en medio de la miseria de una zona importante de la sociedad.
Entro ahora en la materia principal de esta charla.
Diez razones en defensa de la propiedad privada
Karl Marx se equivocaba radicalmente cuando postuló la propiedad colectiva de los medios de producción como forma de terminar con la injusticia de la plusvalía e implantar sobre la tierra el paraíso comunista, previo paso por el purgatorio de la dictadura del proletariado. El disparate marxista no ha resistido la experiencia del socialismo real a lo largo del siglo XX.
Ocurría exactamente al revés. Dado que no hay mejor fórmula que los decálogos para transmitir la información o las opiniones, y el mejor antecedente es el de Moisés y sus Tablas de la Ley, a partir de este punto voy a desplegar una decena de razones que explican por qué cualquier sociedad interesada en el progreso y la prosperidad debe defender la existencia de propiedad privada.
Veamos:
Primero: La razón moral. Desde hace miles de años, tras la aparición de la agricultura, la riqueza es creada con el esfuerzo propio. No se toma de la naturaleza: se genera. Es justo que quien crea la riqueza la posea. Cuando eso no sucede el sujeto económico lo siente como una profunda injusticia. Nuestra visión actual de los problemas de la sociedad, fuertemente anclada en la Ilustración y en el fin del antiguo régimen, lo entendió muy bien. Para el inglés John Locke, y un siglo más tarde para los revolucionarios norteamericanos, era obvio que la propiedad constituía un derecho inalienable. Así también lo percibieron los revolucionarios franceses. El derecho a la propiedad se recoge en la Declaración del Hombre y del Ciudadano de 1789. Los franceses pensaban que formaba parte de los derechos naturales. No se otorgaba graciosamente. Sencillamente, se reconocía. En 1948, Cuando la ONU proclamó la Declaración Universal de los Derechos Humanos, recogió este principio en los dos epígrafes del artículo 17. Dice el primero: Toda persona tiene derecho a la propiedad individual y colectiva. Dice el segundo: Nadie será privado arbitrariamente de su propiedad. Y es natural: el emprendedor, el ahorrador, quien posee un patrimonio, espera esa protección. A todos les parece un atropello cuando la colectividad le arrebata lo que era suyo. Es posible que exista algo parecido a un instinto de posesión. Los niños lo exhiben desde muy pequeños, y una buena parte del adiestramiento familiar consiste en enseñarlos a moderar esa tendencia y a explicarles que sólo tienen derecho a lo que es suyo, no a lo que es de otro. De esa reciprocidad emana la regla ética esencial: trata al prójimo como deseas que el prójimo te trate a ti. El no robarás implica el no seré robado. La propiedad privada, además, permite la acumulación de excedentes y, por lo tanto, la posibilidad del ejercicio de la solidaridad con el prójimo. Sólo el que tiene puede dar. Debe admitirse que en la naturaleza humana coexisten el egoísmo y el altruismo. Uno potencia al otro. El egoísmo de Bill Gates, su afán de acumular, o quizás más propiamente de triunfar, lo convirtió en el hombre más rico del mundo. Su altruismo, su afán de dar, su vocación se servicio, le permitió ser el primer filántropo del planeta.
Segundo: Libertad. Lo que sigue tiene una relación estrecha con la razón moral. Hay una pregunta que resuena una y otra vez: ¿por qué no se rebelan los norcoreanos o los cubanos? La respuesta está relacionada, en gran medida, con la falta de propiedad privada. Al margen de la eficiencia de los cuerpos represivos, y tras admitir que los estados totalitarios son eficientes constructores de jaulas herméticas. Hay que admitir que sin propiedad privada no es posible la existencia de la libertad individual y, por ende, de una forma exitosa de rebelión. Cuando el puesto de trabajo, el salario, incluso la comida, generalmente racionada, dependen del Estado, porque no hay otra opción disponible, estamos totalmente a su merced. La rebelión en busca de la libertad es casi imposible donde no existe un espacio económico propio en el cual organizarse y guarecerse. Thomas Jefferson lo dejó dicho de manera general: “Donde el Estado le teme a la gente, hay libertad. Donde la gente le teme al Estado, hay tiranía”.
Tercero: La razón económica. La sociedad en donde prevalece la propiedad privada genera más riqueza. Como quedó señalado, es uno de los rasgos comunes de los 30 países más exitosos del planeta. Donde existe y se respeta la propiedad privada suele haber más prosperidad. Las sociedades más pobres, al contrario, son las que cultivan el colectivismo, el capitalismo de Estado y la planificación centralizada. Y no es cierto que la prosperidad de la economía libre y crecimiento espontáneo sólo beneficia a los propietarios. En las naciones que han sabido servirse de la economía de mercado y de la democracia liberal, hay enormes clases medias que tienen acceso a todos los beneficios de la modernidad: buenos sistemas de salud y educación, alimentación y suministro adecuado de agua, transporte y comunicaciones razonablemente eficientes, viviendas decentes, tiempo para el ocio y, en general, una distribución de la riqueza más equitativa, como se refleja en el índice o coeficiente Gini. Por otra parte, la clase trabajadora acaba por ser parte y confundirse con la clase propietaria por la vía de la adquisición de acciones del tejido empresarial. La Bolsa ha permitido ese milagro.
Cuarto: El mantenimiento del patrimonio. La riqueza de las naciones depende, en gran medida, del mantenimiento de las infraestructuras y de los bienes materiales. Todo lo que se edifica –una casa, un puente, una carretera, un aeropuerto– debe luchar contra la erosión del tiempo y las injurias que le inflingen la naturaleza o las catástrofes creadas por el hombre. Eso cuesta dinero, esfuerzo, supervisión. Los propietarios privados suelen ser mucho más cuidadosos que el Estado porque en ello está comprometido su propio patrimonio. Los políticos ganan las elecciones inaugurando obra pública, no conservándola. Se hacen la foto el día que cortan la cinta, pero luego no asignan presupuesto para mantenerla porque ese oscuro acto administrativo no conquista a los votantes. Hace años leí el escalofriante dato de que en América Latina anualmente se destruyen más kilómetros de calles y carreteras que los que se construyen. Eso explica que se vaya estableciendo la sana costumbre de privatizar los servicios y adoptar parques y carreteras. Basta ver el estado general de las escuelas privadas y contrastarlas con las públicas para concluir que mientras más bienes materiales estén bajo el control y la supervisión de la empresa privada, mejor será para el conjunto de la sociedad. Lo que no es de nadie no suele cuidarse. Los Estados, no hay duda, mantienen mal las cosas. Los propietarios privados, en cambio, suelen cuidarlas. El capital acumulado se mantiene cuando descansa en manos privadas y se suele destruir en el ámbito público.
Quinto: La competencia. Donde funcionan la propiedad privada y el mercado, surge la competencia y con ella el progreso. Se compite en calidad, precio y condiciones. Hay un ejemplos magnífico: Alemania. Cuando había dos Alemanias, una, la occidental, en la que existía la propiedad privada, y otra, la oriental, dominada por la ideología comunista, la diferencia en la creación de riqueza entre ambos mundos era abismal. La Alemania occidental, por ejemplo, fabricaba los magníficos Mercedes Benz, mientras la oriental se conformaba con los miserables Trabant. ¿Por qué los mismos ingenieros mostraban unos resultados tan dispares? Porque Mercedes Benz tenía que competir con los Audis y con los Volkswagen, mientras los Trabant funcionaban en régimen de monopolio y bajo la premisa de que la empresa nunca quebraría porque no competía con otras compañías. No tenían por qué innovar y mejorar la calidad del producto. De los 22 Premio Nobel en Ciencias otorgados a alemanes, entre 1945, cuando termina la guerra, y 1989, cuando el muro es derribado, ninguno pertenecía a la Alemania comunista. ¿Por qué? Porque los laboratorios, las universidades, los hospitales, los think–tanks, de alguna manera competían, aunque no fuera necesariamente en el terreno económico. Eran entidades plurales y libres en las que los creadores no estaban sujetos a los caprichos ideológicos de los comisarios. La esencia del aparato productivo en el mundo libre es la competencia. Por eso progresa mucho más quien disfruta de libertad que quien vive aherrojado.
Sexto: La competitividad. Para satisfacer al consumidor, las empresas no sólo compiten en calidad o en innovaciones, también lo hacen en precio. Y para lograr un mejor precio hay que agudizar los costos. Es decir, hay que hacer cada vez más con menos recursos. Esa dinámica es totalmente ajena a la del Estado. Al Estado le interesa emplear al mayor número de personas. A la empresa privada, le interesa realizar la misma o mayor o mejor tarea con el menor número de empleados. Esta manera dual de percibir la realidad económica se refleja muy bien en una anécdota atribuida a Milton Friedman. El Premio Nobel de Economía estaba de visita en la China maoísta y le enseñaron una enorme represa que estaba siendo excavada por un ejército de miles de chinos dotados de palas. El profesor Friedman preguntó por qué no utilizaban excavadoras mecánicas para hacer ese trabajo más rápida y eficientemente. Le respondieron que había que darle trabajo a los chinos. Entonces preguntó con su tono irónico característico: “¿por qué no les sustituyen las palas por unas pequeñas cucharas? Así necesitarían muchos mas trabajadores”. Friedman funcionaba con la lógica del empresario que busca productividad. El Estado chino empleaba la lógica política de una entidad que tiene fines no económicos. El aumento de productividad hubiera producido mayores beneficios y el capital generado habría servido para desarrollar o estimular otros rubros de la producción y para aumentar los salarios de los trabajadores. Existe una relación directa y proporcional entre productividad y salarios, pero es obvio que quienes pueden cuidar la productividad son las empresas privadas.
Séptimo: La estabilidad. Las sociedades que disponen de propiedad privada tienden a la estabilidad. Las personas que sienten que han acumulado capital, ya sea en forma de bienes inmuebles o acciones de empresas exitosas, suelen comportarse moderadamente porque saben o intuyen que los cataclismos sociales pueden ser devastadores para su patrimonio. Es muy probable que la transición española a la democracia tras la muerte de Franco en el invierno de 1975, haya sido potenciada por el hecho de que el ochenta por ciento de las personas vivía en casas que eran propiedad de las familias que las habitaban. Tal vez la estabilidad chilena de los últimos 20 o 30 años se deba, en gran medida, al hecho de que casi todos los trabajadores cotizan a unas cuentas individuales de jubilación que los convierten en propietarios de acciones. A todos les interesan la paz social y el buen funcionamiento económico de las empresas porque todos poseen una porción de las acciones. Ese hecho genera una conducta responsable. Son conservadores porque tienen algo valioso que conservar.
Octavo: La eficiencia. A toda la sociedad le conviene que los servicios que ofrece el Estado sean eficientes. Que el correo funcione. Que las comunicaciones, incluida Internet, sean seguras, abundantes y baratas. Que las calles estén limpias y alumbradas. Que la energía eléctrica sea económica y fiable. Que puertos y aeropuertos faciliten el traslado de personas y mercancías rápida y cómodamente. Que las escuelas, universidades, hospitales, asilos, juzgados y cárceles tengan un mínimo de confort y calidad. En fin: ¿para que describir lo que es evidente? Pues bien, todos esos servicios los consigue brindar la empresa privada de una manera mucho más eficiente y económica. El Estado puede y debe regular y concesionar esos servicios a particulares, y lograr que la empresa privada compita por brindarlos en precio y calidad. El Estado, muchas veces, ni siquiera es capaz de recoger la basura y disponer de los detritus por medio de alcantarillados bien construidos. Todo suele hacerlo torpe y costosamente. Mientras mayores sean las actividades que realice, mayores serán los presupuestos y mayor la corrupción. Naturalmente, los resultados de los concesionarios nunca serán perfectos, pero muy probablemente superarán con creces al Estado si éste intenta brindar directamente esos servicios. La empresa privada tiene que ser eficiente para subsistir. Tiene que dar buenos servicios. El gobierno, en cambio, tiene que ser complaciente. Los político son criaturas que se alimentan de votos y cuidan a su clientela mientras juran que defienden el interés general. Para cualquier sociedad mayoritariamente dotada de sentido común es preferible concesionar los servicios. Los fallos serán menores, los costos más bajos y siempre se puede cancelar una concesión y procurar otra empresa que la reemplace sin que se produzca un descalabro social.
Noveno: Sociedad de emprendedores, no de funcionarios. A toda sociedad le conviene el fomento de la aparición de personas emprendedoras capaces de perseguir sus propios fines porque en el trayecto todos nos beneficiaremos. El ejemplo se ha repetido hasta el cansancio: cuando Bill Gates y otros cuatro amigos se reunieron y crearon Microsoft, procuraban alcanzar sus objetivos individuales, pero como la mano invisible del mercado no es una metáfora vacía de Adam Smith, sino una realidad tangible, en el proceso de lanzar la empresa enriquecieron a millones de accionistas, les dieron trabajo a decenas de miles de personas y le facilitaron la vida profesional o lúdica a otros centenares de millones de usuarios del sistema operativo MS DOS y del programa Office. Nada de eso suele hacerlo el Estado. El Pentágono, es cierto, creo Internet para fines militares, pero la utilización de esa herramienta como elemento clave de la economía moderna se debe a la empresa privada. Como solía decir el venezolano Arturo Uslar Pietri, las sociedades sanas son aquellas en las que el Estado vive del esfuerzo de las personas. Las sociedades enfermas son aquellas en las que las personas viven del Estado. Hay algo muy retrógrado y negativo en las sociedades en las que el sueño de la mayoría es convertirse en funcionarios. El objetivo debe ser la supremacía de la sociedad civil para que el Estado viva del esfuerzo de los productores y no al revés.
Décimo: Patrimonio, ahorro y el motor del crecimiento. Las sociedades que estimulan la propiedad privada fomentan el ahorro, la capitalización de las empresas, las inversiones y la incesante expansión del mercado laboral. Esto redunda en beneficio del conjunto de las personas de muchas maneras, pero muy particularmente es conveniente para la salud financiera del Estado. Donde existe un tejido empresarial fuerte, el Estado dispone de recursos. Se ha dicho muchas veces, pero es útil repetirlo: en Estados Unidos hay un Estado poderoso que posee el aparato militar más grande que ha conocido la historia porque existen compañías como Ford, Walmart, Apple o Coca-Cola que hacen posible esa hazaña. Es decir: la existencia de un tejido empresarial potente, grande, mediano o pequeño, que emplea millones de personas, innova y paga impuestos, es lo que posibilita la existencia de la primera nación del planeta. El peor negocio que puede hacer un Estado es arriesgar el dinero de la sociedad en una actividad empresarial. El mejor, en cambio, es crear las condiciones para que la sociedad civil haga esa tarea. Lo hará infinitamente mejor y en menos tiempo. Por medio de los impuestos sobre los beneficios que les cobra el Estado a las empresas, todos nos convertimos en socios de esa actividad, pero sin arriesgar un centavo. No hay nada más antieconómico que fomentar las actividades empresariales en el ámbito público. El conjunto de la sociedad acaba por consumir peores bienes y servicios y, encima, deberá enfrentarse a la factura generadas por las pérdidas.
Los peligros de la sociedad empresarial
Una vez consignado todo lo dicho y concluido el decálogo, también es muy importante señalar los peligros que entraña la existencia de las sociedades empresariales. Son necesarias las regulaciones y la vigilancia constante para que los empresarios no atropellen a los trabajadores, para que no creen cárteles que controlen los precios y para que no se coludan con los políticos deshonestos en perjuicio de la sociedad. Son indispensables instituciones que moderen los peores instintos económicos de nuestra curiosa especie. Es una ingenuidad pensar que los empresarios o propietarios son mejores o peores que el resto de la especie humana. Pueden ser igualmente mezquinos o generosos, de acuerdo con las instituciones que prevalezcan. La mayor parte de ellos, si encuentra una coyuntura que les permita beneficiarse abusivamente de otras personas, probablemente la utilizará. La esclavitud hoy todavía existe en el mundo, pese a la abolición oficial de esa institución a fines del siglo pasado. (Por muy remoto que esos hechos parezcan, cuando yo era joven llegué a conocer a negros viejos que habían nacido esclavos y fueron emancipados en 1886).
Dicho esto, es importante recordar que se va abriendo paso lo que algunos llaman “la responsabilidad social empresarial”. Una actitud solidaria con las personas más débiles y necesitadas de la sociedad. Esta actitud compasiva no sólo se justifica por razones morales: también debería impulsarla el mejor entendimiento de cómo se consigue una convivencia armónica y pacífica. Necesitamos vivir en un mundo con oportunidades de ascenso para la grandes mayorías y ello requiere el esfuerzo de quienes tienen los recursos para facilitar esa tarea. Mientras más empresarios inviertan parte de sus beneficios en estas labores, más estable y seguro será nuestro mundo. Es absurdo dedicarse sólo a acumular capital sin advertir que ese modelo de convivencia y producción requiere justicia, transparencia y oportunidades de prosperar para todos porque, de lo contrario, corre el riesgo de ser derribado violentamente. Eso no debe olvidarse nunca.
Publicado el 26 de marzo de 2014 por Carlos Alberto Montaner CACIF
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