El tema ya trasciende ideologías y formas de pensamiento para erigirse como una de las patologías más perversas de esta y cualquier otra sociedad. La violación sexual, el crimen más recurrente en contra de niñas y mujeres en Guatemala y en la mayoría de países del mundo, no es producto de un impulso ni es una forma de arrebato pasional. Constituye toda una estrategia que apunta a la destrucción del tejido social a través de su factor de integración más importante. Destruir a la mujer es destruir a la familia, y a través de ese acto se provoca la fractura de la célula indispensable para la transmisión de los valores y la cultura.
Por ello no es casualidad que los violadores actúen en bandas organizadas. Sus movimientos son calculados, precisos, y sus víctimas corresponden a un perfil definido de antemano. La crueldad de estos crímenes va más allá del momento mismo para trascender en el tiempo y expandir sus repercusiones psicológicas y emocionales en el entorno inmediato de quienes caen en las manos de estos individuos.
Pero ¿de dónde surge esta maldita costumbre de abusar sexualmente de las mujeres? ¿Cómo es posible que dentro del hogar un padre sea capaz de violar a sus pequeñas hijas y considerar esa atrocidad como un derecho adquirido? ¿Hasta cuándo esas madres guardarán el secreto como un asunto vergonzante limitado al círculo familiar? ¿Tienen alguna idea de cómo amparan con su silencio uno de los peores actos criminales?
Un buen ejercicio de imaginación es ponerse en el lugar de una mujer. Desde su más tierna infancia es convertida —por costumbre y tradición— en objeto sexual, destinada a servir y orientada a la reproducción. Se le impone el hogar como su ámbito natural y aunque tenga la fortuna de recibir una educación superior, su papel en la sociedad ya viene estampado desde sus primeros años. Privada de acceso a las mejores oportunidades y acosada en las calles, en el trabajo, en el hogar o en la escuela, crece y se desarrolla convencida de que la sumisión es un valor y también parte de su destino.
Romper estereotipos y abrir el camino para nuestras niñas empieza por protegerlas y empoderarlas. Erradicar de su entorno la violencia y ofrecerles todas las oportunidades que merece un ser humano integral. Ese semillero de valores será la palanca maestra del verdadero cambio social.
Publicado el 03 de marzo de 2014 en www.prensalibre.com por Carolina Vásquez Araya http://www.prensalibre.com/opinion/mujer_0_1094890518.html
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