Justicia, olvido y perdón

América Latina vivió, aproximadamente entre 1960 y 1990, varios conflictos armados que enfrentaron a sus gobiernos con guerrillas urbanas o rurales. Algunos de estos gobiernos eran civiles –como dos de ellos en Guatemala durante la década de los sesenta y los peruanos que combatieron a Sendero Luminoso- y otros eran militares, como ocurrió por ejemplo en Argentina, Brasil o El Salvador.

Las guerrillas eran marxistas, o muy próximas al marxismo, e intentaban crear en sus países regímenes de tipo socialista; por su propia naturaleza, como organizaciones armadas, y por la ayuda que recibían del países ligados a la Unión Soviética, eran proclives al centralismo autoritario del comunismo, ya sea en sus variantes cubana, china o vietnamita. Salvo en Nicaragua, en ningún otro país alcanzaron a tomar el poder.

La lucha, como sucede en todo enfrentamiento civil, fue desusadamente cruel y “sucia”, como se dijo entonces: los gobiernos lanzaron ofensivas contrainsurgentes brutales y despiadadas, mientras las guerrillas secuestraban, asesinaban y cometían actos terroristas de toda naturaleza. Con poco apoyo popular, estos movimientos insurgentes fueron derrotados y se desarrollaron luego conversaciones de paz en diversos países, aprobándose también en casi todas partes leyes de amnistía de amplio alcance.

Las luchas han terminado, afortunadamente, y solo existe una guerrilla en nuestro continente, las FARC colombianas, que en estos momentos se han sentado a la mesa de negociaciones con el gobierno de su país. La paz ha triunfado, abriendo nuevos horizontes para todos, pero las secuelas de estos hechos todavía son fuente de conflicto en nuestras naciones.

Organizaciones que dicen luchar por los derechos humanos han procedido a desarrollar una campaña bien financiada que, a mi juicio, tiene por resultado revivir los conflictos y reabrir las heridas de tan horrible lucha. Lo digo porque estas iniciativas –en Chile, Argentina, Guatemala, Brasil y Uruguay, por ejemplo– se han enfocado en utilizar los tribunales para enjuiciar solamente a los militares que cometieron actos brutales durante esos conflictos, dejando por completo de lado a los guerrilleros que, también, irrespetaron sin clemencia los derechos de la población, tanto civil como militar, que padeció sus ataques.

Una visión totalmente parcializada del pasado –que se difunde como la verdad histórica— ha insistido en presentar a los insurgentes como idealistas que luchaban por un mundo mejor y a los militares o funcionarios gubernamentales como genocidas sedientos de sangre. Esta es la versión que predomina, hoy, en casi todo el mundo desarrollado.

Pero esta no es la verdad: si es cierto que las fuerzas represivas cometieron atrocidades, también es cierto que los guerrilleros no se quedaron atrás en sus actos de violencia; si se admite que la guerrilla luchaba por sus ideales debe aceptarse también que quienes la enfrentaban pretendían salvar a sus países de lo que veían como una amenaza totalitaria que trataba de imponerse por la fuerza y que llevaría a sus pueblos a la opresión. Los guerrilleros podían ser idealistas, sin duda, pero empuñaban armas tan letales como la de sus adversarios. Y las usaban.

No es fácil tener una posición neutral, y a la vez constructiva, frente a este pasado turbulento. Pero no me parece sensato que, en nombre de la justicia, se persiga a unos y se olviden los desmanes de los otros. Decir que la reconciliación solo puede llegar luego de que se haga justicia deja abierta una interrogante fundamental sobre lo que se entiende por justicia, por más que se recurra a formulismos legales para omitir los crímenes de unos y juzgar con la mayor severidad posible los de los otros.

Porque solo hay un camino para la justicia: juzgar a todos con la misma severidad o, aceptando los acuerdos a los que se llegó en su momento, dejar todo en el pasado y pasar definitivamente la página. Por supuesto, esta última solución no ofrece compensación a las víctimas, pues deja sin castigo alguno a sus victimarios. Pero la solución opuesta, la de juzgar a todos, nos parece en realidad mucho peor: si todos han de enfrentar los tribunales ¿no serían miles los enjuiciados, inacabables los procesos, infinitas las demandas y las acusaciones? ¿No estaríamos, de hecho, reviviendo en los tribunales conflictos que ya históricamente quedaron superados, pues fueron el resultado de otras épocas y de otras circunstancias?

Perseguir a unos y dejar en la impunidad a otros, que es lo que está ocurriendo, es la peor de las alternativas posibles. ¿Puede haber reconciliación cuando un bando, alegando los motivos que sean, intenta llevar al otro a la cárcel? A mi juicio, totalmente personal por supuesto, se hace un daño irreversible a los derechos humanos cuando estos se utilizan, como ahora, para proseguir una lucha política por medio de los tribunales de justicia. Se vulnera la independencia de las instituciones y se reabre un debate que ya, en propiedad, pertenece a la historia. Deberían saberlo todos los que, desde fuera de nuestras naciones y sin entenderlas, tratan de imponer castigos a quienes fueron, en su momento, los defensores de su propio modo de vida.

Publicado el 15 de Septiembre 2013 en www.opinionpi.com por Carlos Sabino

 

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