Cunde la desesperanza y la sensación de que todo anda mal.
Nada ni nadie puede justificar la muerte de casi 50 personas en un autobús de transporte que viajaba de San Martín Jilotepeque a la cabecera de Chimaltenango. Este asesinato colectivo no fue voluntad divina ni se debió a contingencias inesperadas. Era totalmente previsible, porque como sucede diariamente, los vehículos de transporte colectivo, de por sí desvencijados, son sobrecargados, los pasajeros amontonados, los pilotos, muchas veces con licencias anómalas, manejan a altas velocidades, cometiendo graves imprudencias sin que nadie los vigile, sancione o capacite. Pudo haber pasado antes o en cualquier otro lugar.
Tampoco fue culpa del conductor, sino de una sumatoria de arbitrariedades en que incurren propietarios y autoridades, cuyo interés principal es el lucro y la acumulación. También es un fenómeno de racismo, de menosprecio a la vida de las personas que sólo por necesidad se someten a los abusos cotidianos que las instituciones toleran y hasta estimulan. Es, al final de cuentas, producto de la violencia sistémica que caracteriza a este país.
Este fatídico hecho, unido a la masacre de San José Nacahuil, la muerte de dos niños en Cobán, más las decenas de violaciones sexuales de niñas y mujeres diarias, en el marco de la corrupción descarada de funcionarios, conducen a crear un estado de ánimo colectivo deprimente. Es como si el gobierno y sus funcionarios nos dieran una bofetada con desprecio y nos dijeran que les importa un bledo lo que pueda sucedernos. Su indiferencia es patética y su incapacidad mayor. O acaso el ministro de Comunicaciones no mira cómo se ve forzada a viajar la gente, colgando o trepada en los techos de los autobuses. ¿Por qué permiten semejantes abusos, por qué dan la espalda a quienes ponen en riesgo sus vidas para ir a trabajar?
El transporte de personas no puede concebirse ni implementarse como negocio, pues se trata de un servicio público que debe garantizar eficiencia y seguridad para quienes lo utilizan. Pensar que se debe operar con ganancias es negociar con las necesidades de las personas. La privatización que se echó a andar en los noventa considera que se debe pagar por los derechos que nos corresponden. Desde la perspectiva de esa economía desalmada, tenemos que pagar y callar, aguantar y no reclamar, aunque nos den los peores tratos.
Es doloroso pensar lo que para comunidades rurales como las aldeas del “Valle del maíz tierno” significa este hecho. La población no ha terminado de llorar a sus muertos y desaparecidos ni ha olvidado las masacres cometidas por el ejército durante la guerra. San Martín, como la vecina Comalapa, como muchos pueblos indígenas de Guatemala sobrevive gracias a las luchas cotidianas de la gente. No es justo que el Estado los deje en el olvido, ni que deje pasar las más grandes irregularidades sin decir nada. No se vale que los pueblos indígenas sigan siendo marginados. Man ütz ta.
Publicado el 16 de Septiembre 2013 en www.elperiodico.com.gt por Anamaría Cofiño K. http://www.elperiodico.com.gt/es/20130914/opinion/234436/
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