El respeto a las leyes viene en el pacto social desde el momento de nacer, por lo cual no debería considerarse un gesto de buena voluntad o una cualidad excepcional, sino el simple cumplimiento de un deber insoslayable. Sin embargo, es fácil observar que ninguna de estas condiciones se cumple en forma generalizada. Quien tiene un buen asesor financiero y contactos ubicados en altas esferas logra con extraordinaria facilidad evadir el pago de grandes sumas de dinero por concepto de impuestos, consigue rutas expeditas en trámites que a otros les lleva una vida entera y construye una especie de limbo, una esfera de protección que lo coloca por encima de sus iguales. Lo sorprendente de este fenómeno es que quienes logran ingresar en estos círculos privilegiados obtienen de manera automática una especie de certificado de buena ciudadanía y así son vistos por el sistema.
Esa visión deformada de lo que se concibe como vivir en sociedad se transmite de generación en generación con sus derivaciones éticas y morales. De allí vienen la visión racista y el abuso de poder, consideradas una forma de vida aceptable por quienes se benefician de ellas y tolerada por un sistema construido en función de privilegios y la imposición de unos por sobre otros.
A partir de esta realidad, es importante reflexionar sobre los valores inculcados a las nuevas generaciones por ciudadanos cuya visión de las cosas se reduce a sacar partido de las debilidades del Estado. Una muestra del escaso concepto de ciudadanía es la fragilidad de los procesos electorales, en los cuales predomina la propaganda anticipada en abierta trasgresión de las normas establecidas por las autoridades del Tribunal Supremo Electoral, entidad incapaz de poner orden y endurecer sanciones. La parte irónica del asunto es el discurso moralista de quienes violan esos preceptos. La parte patética es que aun así consiguen obtener votos.
El mensaje enviado en medio de desfiles y fanfarria patriotera es que no importan las leyes en tanto se pueda sacar partido de sus debilidades. No existe una postura sólida sobre el apego a las normas de convivencia, no hay una campaña educativa dirigida a la juventud sobre sus derechos y obligaciones, no se percibe en el ámbito político ninguna voluntad de reconstruir el tejido social sobre la base de solidaridad y respeto mutuo.
De ello se colige sin mayor dificultad la absoluta ignorancia de la juventud respecto de su papel como ciudadano, con todo lo que ello implica. Entonces, ¿cuál es el sentido de celebrar una fiesta nacional si los fundamentos valóricos que le dieron origen han desaparecido?
Publicado el 16 de Septiembre 2013 en www.prensalibre.com por CAROLINA VÁSQUEZ ARAYA http://www.prensalibre.com/opinion/Ciudadania_0_994100604.html
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