Hace unos días me encontré con un amigo en un café. Mientras conversábamos, entra un diputado; ha sabido mantener su curul mucho tiempo. Ha cambiado el color de su corbata varias veces y acrecentado su poder legislatura tras legislatura. Su red de relaciones le permitió escoger el partido-empresa para las elecciones del 2015. Un individuo como muchos de los 158 en el actual Congreso; prototipo de la casta política que la ciudadanía está rechazando abierta y masivamente desde el 25 de abril en las calles y las plazas.
Se sienta en un lugar apartado. Le atienden con esmero. Súbito, alguien se levanta de su lugar y se le acerca. Lo saluda y abraza como si fueran comparsas de toda la vida; no puedo evitar pensar si es así en realidad, o lo que motiva tan efusivo saludo es que las probabilidades de que ese diputado llegue a jugar un papel importante en la próxima legislatura son muy altas…
Mi amigo comenta de inmediato: “¿Cómo es posible que personas que se burlan abiertamente de las necesidades de la sociedad, que acrecientan su poder y riqueza a nuestras costillas, sigan transitando por las calles, sentándose en cafetines exclusivos, y vivir en la ‘comunidad’ sin que nadie se inmute? ¡Si entrara un niño lustrador a pedir un pedazo de pan, se armaría de inmediato un escándalo, pero llega un caco trajeado y se levantan dos meseros a ofrecerle la mesa más exclusiva del local!”.
¡No paga su café con el producto del trabajo honesto en su curul, sino con los réditos de los negocios que facilitan a costas de nuestros impuestos! Aun así, son recibidos como reyezuelos en los más exclusivos lugares de la ciudad, y la gente ¡se acerca a saludarlos! ¡Nos roban, desfalcan nuestros impuestos, malversan con la obra pública, les importamos menos que un rábano, y se les trata como gente VIP!
¿Por qué no pensamos que con esas prácticas de pleitesía a esa clase de gente —que no son solo los políticos, por cierto— estamos contribuyendo también como sociedad a reproducir el ciclo de la corrupción y la impunidad? ¿A cuenta de qué tenemos que tolerarlos en nuestros espacios, atenderlos en nuestros negocios y hacerlos, encima, sentir importantes? ¿Por qué no nos reservamos el derecho de admisión a esta gente en las iglesias, en los parques, en los negocios, en los hospitales? ¡Que sientan el clamor de una sociedad que está harta de sus abusos!
—El dinero no tiene vergüenza—, dirán algunos. Pues yo creo que sí, que la puede tener. No soy de las que piensan que todo empresario es deshonesto; que no es posible cambiar la cultura social dominante que ha tolerado y consentido mucho tiempo la corrupción como medio para el ascenso social. Y soy de las que piensan que la sanción social sí es un potente mecanismo de cambio.
¿Por qué no hacemos causa común y lanzamos una abierta campaña de repudio a estos personajes y a quienes se benefician por su medio de esos privilegios mal habidos? Hagámosles saber a los corruptos que no son aceptables en nuestra sociedad; en nuestro barrio, en el condominio; que nos reservamos el derecho de admitirlos en nuestros negocios.
Si Donald Trump, con todo y sus millones, es repudiado ahora por sus comentarios racistas y estúpidos contra los migrantes latinoamericanos; si importantes consorcios le retiran el contacto, en abierto rechazo a su conducta prehistórica y antihumana; porque ofenden a sus principales consumidores, ¿por qué nosotros no podemos hacerlo con quienes abiertamente traicionan la voluntad ciudadana y nos roban legalmente todos los días?
Publicado el 01 de julio de 2015 en www.prensalibre.com por Karim Slowing http://www.prensalibre.com/opinion/sancion-social
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