Atrapados

La sensación de rabia todavía  perdura. No cabe duda de que presenciar un asalto es menos traumático que sufrirlo, pero la impotencia y la cólera, esos deseos de echarles el carro encima a falta de otro objeto más contundente, es como una oleada de larga duración. Las circunstancias no importan, sucede todos los días con una frecuencia alucinante, en todas las zonas urbanas y regiones del país.
 

Un ataque tan artero contra la población indefensa es una declaración de guerra. Por ahí alguien mencionaba que le han robado catorce celulares.

¡Catorce! Y jura no permitir que le quiten el siguiente, sin importar las consecuencias. Así es el ambiente en nuestro entorno. Amenaza palpable, corazón acelerado por la adrenalina cada vez que un motorista se acerca, o cuando alguien se sube en un bus del transporte público, sin garantía alguna de llegar vivo a su destino.

La destreza desarrollada por los asaltantes, de tanto practicar su operativo, es impresionante. En cuestión de apenas tres o cuatro segundos se apoderan de un objeto perteneciente a alguien más. Les funciona la amenaza explícita o velada, ya que aun cuando estén desarmados las víctimas ceden porque nunca se sabe cuál será su próximo movimiento o en dónde están sus cómplices, si acaso los tiene. El ambiente de impunidad ha llegado al extremo de que cualquier desocupado parado en una esquina se siente con derecho a golpear la ventanilla para exigir su botín.

Sin embargo, esta es la perspectiva de quien conduce un vehículo y pese a todo se siente medio cobijado ante las agresiones. Pero, ¿qué sucede con los millones de ciudadanos que se desplazan a pie o en el transporte colectivo y están absolutamente a merced de pandilleros y asaltantes armados, nerviosos y violentos? No hay defensa posible, la Policía, cuya misión es proteger a las personas, carece de armas, entrenamiento y es absolutamente insuficiente. La otra policía, esa cuyo objetivo es facilitar y participar en el delito, es una amenaza doblemente peligrosa por apañar los operativos criminales desde una posición de privilegio.

Al ser testigo de un asalto es posible ver con claridad el impacto emocional causado a la víctima. Es como si la hubieran golpeado en el centro del pecho. La mirada perdida y el rostro lívido. Las manos temblorosas y una expresión de absoluto desconcierto. Ese acto criminal ha dejado su huella profunda en un ser humano totalmente inocente. Esa es la huella de rabia y estrés acumulados en una población abandonada a su suerte. El cinismo de las autoridades ha llegado a niveles de horror, el pomposo discurso de los gobernantes raya en el absurdo, aun frente a una ciudadanía consciente de sus profundas debilidades.

Pero estos son apenas los “delitos menores” en un país con algunos de los peores índices de femicidio, violaciones sexuales a menores, extorsiones, secuestros y asesinatos, en todo el continente. Si el Gobierno, ante este escenario de terror, no reacciona, alguna institución debería hacerlo y exigir a los gobernantes el cumplimiento de su deber. Jugar así con la vida de un pueblo es la más baja de las traiciones.

Publicado el 12 de enero de 2015 en www.prensalibre.com por Carolina Vásquez Araya
http://www.prensalibre.com/opinion/Atrapados-Carolina_Vasquez_Araya_0_1283271905.html

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