La explicación legal del flujo es sencilla. Desde 2002, cualquier menor de edad detenido en Estados Unidos sin papeles debe ser remitido al Departamento de Salud y Servicios Humanos (HHS), a más tardar a 72 horas de haber sido aprehendido. En menos de un mes en promedio, debido a la exigüidad de los centros de detención para un flujo de esta magnitud, son liberados y entregados a familiares en EE. UU., mientras se lleva a cabo su juicio de migración. Para todos fines prácticos, cualquier menor de edad que entre a EE. UU. sin papeles tiene una muy alta probabilidad de permanecer ahí durante años antes de ser deportado, y en condiciones de legalidad. En el ejercicio pasado, de los 50 mil migrantes menores de edad detenidos por la Patrulla Fronteriza, solo 2 mil fueron devueltos a sus países de origen.
Cuando los gobiernos de Estados Unidos y México anuncian que los polleros engañan a los pollos al esparcir el rumor de que los niños enviados a EE. UU. podrán permanecer ahí legalmente, engañan también. Si llegan a la frontera y se entregan a las autoridades norteamericanas, habrán logrado lo que millones de adultos indocumentados aún no logran: la legalización en EE. UU. En las últimas semanas, un número creciente de menores de edad acompañados por sus madres u otros familiares femeninos, han atiborrado los centros de detención condicionados para ese propósito por Washington y los gobiernos estatales.
Hace bastante sentido que un coyote, si es parte del crimen organizado, divulgue la buena nueva que pagando de 6 a 7 mil pesos, una madre hondureña o salvadoreña puede mandar a sus hijos a Estados Unidos con buenas posibilidades de llegar sanos y salvos. O no tan sanos ni tan salvos, ya que en el camino les suceden todo tipo de atrocidades. Pero de alguna manera, con cínica resignación ante las privaciones que imperan en sus países, los padres descuentan este costo y lo incorporan al precio que se le paga al coyote.
Se entiende que el gobierno de Obama no encuentre solución interna al problema. Las únicas posibilidades jurídicas implicarían o bien la derogación de la ley de Bush de 2002, que obliga a remitir a los menores de edad a HHS, o bien cambiar el procedimiento y realizar la comparecencia al principio de la estancia en EE. UU., como sucede con adultos. Esto entrañaría un enorme aumento en el número de jueces, de abogados defensores pro bono, y encontrar a quién entregar a los niños en sus países de origen.
En vista de estas dificultades, es comprensible que Washington prefiera que el problema se atienda en Centroamérica, o en el país de tránsito: México. Como difícilmente van a cambiar las circunstancias vigentes en Centroamérica –violencia, inseguridad, desempleo, pandillas– el vicepresidente Biden les pidió seguramente a los mandatarios centroamericanos que detengan la salida y entrada de menores de edad de sus respectivos países. Tal vez, Obama le pidió lo mismo a Peña Nieto en su conversación telefónica.
Nada de esto es posible ni deseable. Ninguno de los países puede sellar sus fronteras. Si accediéramos a hacer el trabajo sucio de los norteamericanos proliferaría la corrupción, la extorsión, las violaciones a derechos humanos, por parte de aparatos estatales inaptos para estos propósitos. Que Estados Unidos resuelva su problema, ya que sabe muy bien como: una ambiciosa reforma migratoria, en lugar de extender la guerra contra las drogas a la guerra contra los niños.
Publicado el 10 de julio de 2014 en www.elperiodico.com.gt por Jorge Castañeda http://www.elperiodico.com.gt/es/20140710/opinion/250561/
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