En nombre de los niños

¿Qué más nos podría salvar?
 
Si el drama de los niños migrantes no perfora nuestra coraza de indiferencia, dudo que aún conservemos humanidad y algún sentido de comunidad. Escucho a los comentaristas de la radio reclamando a los papás “irresponsables que arriesgan de esa manera a sus hijos”. Oigo a las altas autoridades de Washington que nos visitan decir que la solución está en levantar campañas con información cierta sobre los peligros de emigrar bajo la sombra de los “coyotes”, mientras aceleran las deportaciones. Van a destinar millones de quetzales –dicen– para promover esas campañas de disuasión.

 

Los términos del debate cambian. De admitir que el colapso de los servicios públicos de los estados del sur de EE. UU. había creado una crisis humanitaria de decenas de miles de niños que huyen de la violencia y el hambre en Centroamérica, poco a poco el lenguaje dominante es el de la seguridad nacional. “Las autoridades gringas tienen razón –justifican los comentaristas de la radio– deben aplicar sus leyes con dureza”, mientras las agencias de noticias reportan que se destinará más presupuesto federal para reforzar los cuerpos de seguridad y el control sobre los cerca de 3 mil 200 kilómetros de la frontera entre EE. UU. y México, donde ya hay tramos amurallados, con buena iluminación y sensores.

De este lado del Suchiate no hay debate, apenas expresiones de lamentación y sospecha. “Pobrecitos niños –me dice un general retirado, a quien encuentro en el supermercado. Pero mire usted –y baja la voz–, las fronteras no están desguarnecidas, hay autoridad, ¿por qué parecen una coladera?”. Más allá de anécdotas, la emigración masiva de niños es el monumento más hiriente de nuestro fracaso como sociedad. Regateamos las notas a empresas calificadoras que desmienten que vayamos en camino de ser una “potencia emergente”: al revés, nos estamos deslizando en el tobogán de la quiebra.

Es momento de mirarnos a fondo en el espejo y reconocer a nuestro derredor la sociedad que hemos edificado (rejas, muros, armas por doquier, guardaespaldas, blindados) y la condena a la vida de sicariato o indigencia a millones de niños, que no le deben nada a esta sociedad. A la economía le va bien, insisten los tecnócratas. Pero al común de la gente le va mal, respondo. Ahora bien, si no es en nombre de los niños que asumimos corresponsabilidad y ponemos la economía al servicio de las personas, ¿qué más nos podría salvar? En las calamidades se pone a prueba el carácter de la sociedad y sus elites, y no se requiere de la mayoría para cambiar.

Publicado el 07 de julio de 2014 en www.elperiodico.com por Édgar Gutiérrez
http://www.elperiodico.com.gt/es/20140707/opinion/250369/

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