La narrativa de la guerra

ALFRED KALTSCHMITT

La historia no es sino resúmenes vagos e imprecisos de momentos pasajeros dentro de una línea de tiempo. La historia siempre ha estado plagada de distorsiones y agregados nebulosos cuando se intenta resumir la totalidad de una guerra en un relato lineal. Es la debilidad de la verdad, si es que puede existir tal cosa. La información oculta o desconocida de los hechos del narrador; la distorsión de datos, fechas, nombres, lugares y tiempos, siempre han formado parte del embrujo de la invención narrativa de las guerras.

En la mayoría de las conflagraciones mundiales los combates fueron episodios de finita duración —minutos, horas— y en menor escala, días. En el conflicto armado interno guatemalteco la característica de los combates entre ambos ejércitos fueron de corta duración, siguiendo la táctica de la lucha de guerrillas. Los encuentros fueron súbitos, y la rapidez, la regla.

La humanidad de cualquier persona reacciona al escuchar relatos de horror de niños estrellados en paredes, mujeres violadas, la violencia inútil y el horror indecible. Cuando alguien se expone a tal recuento, una reacción natural de indignidad profundamente enraizada en la humanidad de todo ser humano emerge.

Porque los recuentos bélicos son eso: historias de horror vividas por uno y otro bando convertidos en víctimas o victimarios, dependiendo del narrador. Decía Shakespeare que las guerras son el peor desagüe del mal humano, un teatro donde se desatan los demonios del averno. No existe guerra buena, ni guerra mala, porque la guerra, en sí misma, encierra el conflicto irresuelto de dos contendientes cuyo fin es destruirse mutuamente. Todos los combatientes de todas las guerras fueron el resultado de una disputa por el poder y el control territorial.

Dentro del drama interno de cada combatiente se esconde en algún lugar de su alma una rendija de luz, de cordura. Un tenue gris de alarma moral. Es ahí donde surge un brote de misericordia y humanidad en el fragor de una batalla. Y es en el titubeo de un momento, en el relajamiento de un dedo apretando el gatillo, en el relámpago del instante entre matar o no matar, entre tirar o no una granada, entre perdonar la vida —aunque la sospecha de enemigo rebase el llamado al deber—, es cuando se eleva la estatura de la humanidad sobre la insensatez y la demencia de guerrera. Son momentos. Y de ambos lados del conflicto armado acontecieron con no poca frecuencia.

Pero hubo excesos mórbidos e insensatos que avergüenzan la crónica de un combate y quedan grabados para siempre como cruz en tumba de cementerio. Monumentos a la degradación humana cuando la distorsión sicológica convertida en actos demenciales se apodera de la psiquis de los combatientes, y entonces la reacción es levantar un muro de insensibilidad y un escudo de justificación de lo injustificable. Y quedan traumas de por vida.

Lo que acontece en el interior de un combatiente al sostener en sus brazos el cadáver de un compañero que hacía unos instantes era su camarada vivo, el compañero de armas, de innumerables momentos emocionalmente epicéntricos en sus vidas. Y ahora aquí, muerto, inerte. Y entonces surge esta emoción primigenia, cuasi animal, de venganza y de demonización del enemigo.

Hay abundantes escritos acerca de la sicosis de la guerra. Solzhenitsyn, en el Archipiélago Gulag, calcula que los bolcheviques asesinaron a cerca de 70 millones de personas, excluyendo muertes por causas de guerra que ascendían a 44 millones. Un total de 110 millones de personas desde la Revolución Bolchevique de 1917 hasta la muerte de Stalin, en 1953. Solo en el 1937-38 fueron condenadas a muerte mas de un millón 300 mil personas.

¿Cómo dignificar a todos esos muertos sino haciendo caminos de paz? Las guerras no se pueden enterrar hasta que sus muertos no se dignifiquen en la reconciliación.

Publicado el 08 de abril de 2014 en www.prensalibre.com 
http://www.prensalibre.com/opinion/narrativa-guerra_0_1116488352.html

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