Cuatro son las instituciones que en el ámbito de nuestro ordenamiento jurídico pueden calificarse como instituciones de control, instituciones que, en efecto, tienen como fin principal, cada una en el ámbito que le corresponde, asegurar que el Estado de Derecho se realice entre nosotros, en otras palabras, que el Estado se atenga en todo momento, y en todos y cada uno de sus actos, a su razón de ser, la única razón que justifica su existencia: La protección del ser humano y la familia; la realización del bien común; que las leyes se cumplan –todas las leyes, desde la Constitución Política de la República, hasta el más humilde reglamento– y, si no se cumplen, se persiga a los infractores y se logre su castigo, desde asesinos y secuestradores, hasta autores de faltas mínimas, supuestamente inofensivas (si no se puede con lo menos, ¿cómo pretender que se podría, con lo más); que los ingresos y egresos del Estado se produzcan en los términos que la ley establece, incluido lo correspondiente a fideicomisos. ¿Quién dice que los fideicomisos constituidos por entidades del Estado y nutridos con fondos públicos, no pueden auditarse? ¿Dónde, en la ley, semejante disparates?; que la representación del Estado se ejerza en ley (jamás pidiendo más, pero, tampoco, menos que lo que manden las leyes) y, finalmente, que los órganos del Estado tengan señalado, a tiempo, el camino de la ley.
Estas actividades de control no jurisdiccional del ejercicio del poder se encuentran depositadas en cuatro instituciones, todas de carácter constitucional y cuya dirección se encuentra sujeta a estrictos períodos constitucionales, períodos que pretenden garantizar su independencia y que, en consecuencia (ni un día antes, ni uno después) deben respetarse: El Procurador de los Derechos Humanos, tal vez, la más importante de todas y que vela porque la protección del ser humano y la familia, la realización del bien común, en otras palabras, la razón de ser misma del Estado, no se pierda nunca y, antes bien, se encuentre presente en todos los actos que realiza; el Fiscal General de la República cuya función primera, la olvidada, es velar por el estricto cumplimiento de las leyes, desde la Constitución de la República, hasta el más humilde reglamento, la persecución de sus infractores y la obtención de castigo para los mismos, desde asesinos, hasta fumadores en lugares prohibidos; la Contraloría General de Cuentas que tiene en sus manos la fiscalización de la legalidad de todos y cada uno de los ingresos y gastos públicos, sin excepción alguna y, finalmente, la Procuraduría General de la Nación, representante del Estado, atenida a las leyes para hacerlo (no es el Estado un delincuente) y que, además, sirve de asesora y consultora de todos los órganos que lo integran.
Ningún favor le hacen a la institucionalidad del Estado quienes, con la más absoluta ignorancia, ponen en entredicho lo dispuesto por la Corte de Constitucionalidad, el más alto de todos nuestros tribunales de justicia, tribunal que en ningún momento ha expresado que la Fiscal General de la República deba dejar el cargo, sino, simple y llanamente, la fecha en que termina el periodo constitucional que se encuentra sirviendo, lo que no impide que pueda considerársele para uno sucesivo, siendo provisional lo resuelto puesto que solo, en sentencia, puede ser definitivo.
En todos los procesos de amparo pueden darse amparos provisionales y lo decidido, provisionalmente, se ejecuta. Si no se ejecutaran los amparos provisionales, ¿para qué servirían, amigo lector? ¡Es increíble cómo abunda la ignorancia y, para colmo, abusiva!
Estimo que nadie debe consumirse en ansias y que, más importante y por encima de los intereses personales, debe prevalecer el más absoluto respeto por nuestras instituciones, especialmente por los jueces y –muy especialmente– por la Corte de Constitucionalidad. Entre nosotros, el más alto de todos los tribunales de justicia.
Publicado el 18 de febrero de 2014 en www.elperiodico.com.gt por Acisclo Valladares Molina http://www.elperiodico.com.gt/es/20140218/opinion/242832/
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