Desde que me acuerdo, el tema recurrente de conversación en Guatemala ha sido la mala situación del país. Pero, antes, los comentarios solían dejar lugar a cierta esperanza, aunque fuera en medio del humor más negro. Ahora, desde que este Gobierno decepcionara a cuantos votaron por él (revelándose como el más corrupto de cuantos ha habido), el comentario de todos –sin importar la clase social y el nivel de cultura– tiene que ver con la fatalidad: no se le ve salida a este estado de desesperación, nadie propone nada, la oligarquía sigue empecinada en lucrar como sector aislado y sin tomar en cuenta a quienes constituyen sus mercados; y la izquierda sigue pensando en una revolución para hacer la cual ya no hay pasión ni convicciones porque las aniquiló el consumismo posmoderno con sus adminículos electrónicos y su culturita de revista de modas.
Nunca se había sentido tal desazón en tantísima y tan variada gente. Jamás se había percibido un sentimiento único tan ampliamente generalizado. Nos hemos convertido en un pueblo sin esperanza porque nos la mataron una y otra y otra vez, desde 1954, año fatídico en que se truncó el proceso de modernización capitalista en este país, y la canalla feudal se enseñoreó del poder, acabando con el sistema educativo, con la salud pública, con el Estado, el cual ya solo sirve para aprobar leyes a la medida de los oligarcas y para enriquecer a los politiqueros que los sirven.
El resultado de la destrucción del sistema educativo, desde 1954, es que somos un país de gente inculta, sin importar la clase social. Poquísimas personas saben (no escribir, sino) hablar. En televisión se puede constatar esto, oyendo la falta de concordancia en la que incurren a cada segundo los políticos, los oligarcas, los maestros, los estudiantes y hasta los intelectuales. Si es cierto que pienso tal como hablo, podemos imaginar lo que hay en la cabeza de los guatemaltecos a estas alturas del reinado oligárquico.
Hace falta una profunda reforma del sistema económico, del sistema educativo, del de salud, del Estado. Una reforma que haga que el país progrese armónicamente, es decir, que todos (y no solo un puñado de familias) tengan la oportunidad de escalar socialmente mediante su trabajo y no deban emigrar para enviar las remesas que sostienen esta economía improductiva. Solo un proyecto económico productivo (no rentista) que involucre a todos los pequeños y medianos empresarios y que promueva la expansión de la pequeña y mediana empresa, puede hacer que este expaís vuelva a flotar. Si eso no ocurre, seguiremos siendo presa de la delincuencia y de las fuerzas de seguridad pública (que a menudo son lo mismo).
La violencia ya nos saturó como pueblo. Estamos enfermos. De miedo. De odio. De frustración y de tristeza. Hablo del pueblo. O sea, de las capas medias para abajo. No de la oligarquía. Ella lucra con el desangramiento de las mayorías, pagándoles salarios mínimos y ofreciéndoles todo orden de mercancías inútiles, evitando que estudien y que se curen de sus enfermedades. Sumiéndolas en la miseria y las hambrunas, cuando todo en derredor es rico y exuberante.
Estamos acorralados. Y somos casi todos. La violencia nos tiene tan aturdidos que no reaccionamos y permitimos que nos maten. Dejemos que nuestra asfixiante ira salga y que lo haga en voz alta. Cada cual en su lugar de trabajo. Ya no tenemos nada que perder.
Publicado el 06 de noviembre de 2013 en www.elperiodico.com.gt por Mario Roberto Morales http://www.elperiodico.com.gt/es/20131106/opinion/237425/
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