Ramón Parellada
Estamos por celebrar la Navidad y terminar otro año. Me parece que la vida transcurre cada vez más rápido y entre los quehaceres diarios se nos escurren, a veces, las cosas más importantes, nuestras relaciones con la familia y con nuestros seres más queridos, con nuestros compañeros de trabajo, universidad o colegio y con todo ser humano que de una u otra forma está en nuestro círculo de acción.
El domingo pasado celebramos en familia la Corona de Adviento. Fue una celebración diferente, más profunda que en otras ocasiones debido a que rompimos el esquema y nos pusimos a reflexionar sobre la familia y nuestras relaciones. ¿Nos conocemos bien? O ¿solo damos seguimiento de forma? ¿Conozco los problemas y preocupaciones de mis seres queridos? ¿Los visito cuando enferman? ¿Cuentan conmigo cuando tienen algún problema?
Estas y otras preguntas pueden hacerse también a quienes consideramos nuestros mejores amigos. ¿Cómo somos en nuestras vidas? ¿Nos enteramos del sufrimiento de los demás? ¿Les tenemos empatía? ¿Apoyamos a nuestros compañeros y colaboradores cuando están en serios aprietos? ¿Somos fríos, duros, indiferentes, engreídos, arrogantes? O ¿trasmitimos confianza, humildad, alegría y seguridad en nuestras relaciones con los demás?
No tenemos que ser cristianos para ser personas de bien, que se preocupan de sí mismos y de los demás, que están ahí cuando se les necesita, que dan confianza, que son un soporte moral y material cuando es requerido, que son amigos y que viven la vida con tal intensidad que contagian a todos de felicidad y positivismo. Sin embargo, si nos llamamos cristianos debemos ser así, debemos ser esa sal que sala y condimenta y la luz que alumbra el camino a los demás. ¿Lo somos?
Celebramos el nacimiento de Jesús. Y la fecha es propicia para reflexionar en la familia pues Jesús mismo tenía una familia de la que nos dio ejemplo. No estoy en contra de los regalos materiales; es más, me encantan pero no es lo más importante en estas fechas. Lo importante es ese cambio que cada uno debe experimentar sintiéndose más humano, más empático y lleno de vida con quienes uno convive. Que no lo miren a uno con miedo sino con confianza y amor, que se sientan contagiados de nuestra forma de vivir y ser.
Yo he recibido muchísimas bendiciones en mi vida, desde mi familia y mis amigos. Y no es que nadie sea perfecto. Nadie lo es pero todos podemos mejorar cada día, reflexionando y convirtiendo esos pensamientos en acciones de vida.
Tengo un amigo que cada vez que lo veo me contagia de optimismo y de ganas de vivir la vida intensamente, me hace sentir vivo y de no perder el tiempo, de hacer más y más. Mi amigo padece una de esas raras enfermedades que te quitan la movilidad de todos tus músculos pero su cerebro y espíritu son grandiosos. Es tremendamente humilde y lleno de virtudes que contagian a los demás. Pero, sobretodo, es un ser extraordinario que vive la vida más intensamente que ningún otro, que su enfermedad no le ha frenado de vivir con alegría y contagiar a todos, más bien ha sido una anécdota (no que la hubiera querido tener) en su vida que ha servido para dar ejemplo a los demás.
Podría estar de mal humor, quejándose de todo y de la vida, y con derecho (vaya si no), pero no. No amarga a los demás; nos hace felices, nos motiva a seguir en todo momento y nos hace ver la vida con ojos de admiración siempre, incluso en los peores momentos. Es verdaderamente esa sal que sala y esa luz que ilumina. Es un ejemplo para muchos cristianos que nos jactamos de serlo pero nos olvidamos de vivir y actuar.
¡Les deseo una Feliz Navidad y que el 2014 esté lleno de bendiciones, vida intensa y felicidad para todos!
Artículo publicado en el diario guatemalteco Siglo 21, el día jueves 19 de diciembre 2013.
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