Hace unos días leí ciertas declaraciones atribuidas al procurador de los Derechos Humanos (Prensa Libre, 4/8/2018) de acuerdo con las cuales la conflictividad social es consecuencia de la desigualdad (entre ricos y pobres) y la discriminación racial que hay en el país. Pero creo que las cosas son, exactamente, al revés. A ver si me explico.
Según el reportaje, las principales manifestaciones de conflictividad social se presentan en relación con cuestiones agrarias, en relación con la minería y con el acceso a la energía eléctrica. Los conflictos agrarios se suscitan, principalmente, en relación con el acceso a recursos (tierra cultivable y agua, sobre todo). En lo que a la minería se refiere, la causa principalmente esgrimida es la afectación de medioambiente (como la contaminación de las fuentes de agua o de los mantos acuíferos, por ejemplo) y la falta de participación de las comunidades afectadas en los réditos de la explotación de los minerales (que en algunos casos se estiman patrimonio de las comunidades y no del Estado). En lo que al acceso a la energía eléctrica toca, el problema es el importe de las tarifas aplicables, que se denuncia como demasiado caro. Como al suministro de electricidad se le esgrime como un servicio público esencial, se reclama alguna forma de intervención estatal (que puede ir desde una subvención hasta la estatización del servicio).
El común denominador en todos estos conflictos sociales viene a ser que sus protagonistas subsisten, precariamente, de la agricultura de minifundios y de empleos estacionales en fincas y empresas agropecuarias que, a su vez, luchan por ser competitivas en un entorno en el que la globalización de la economía y la alta tecnología han incidido en la baja de los precios de casi todos los productos de exportación. El mercado interno también está sujeto a los precios globales, además, porque el contrabando de los productos agropecuarios es un fenómeno sin control.
Por consiguiente, los protagonistas de la conflictividad social no pueden mejorar sus condiciones de vida a menos que tengan acceso a mejores oportunidades de empleo o que el Estado incremente sus subvenciones y servicios a ese sector de la población, alrededor de un 13% que vive en pobreza extrema.
Como el Estado de Guatemala carece de los medios para llevar más servicios o para dar mayores subvenciones a un sector tan importante de la población (del presupuesto nacional apenas queda para invertir un 15%, pues el resto se consume en funcionamiento), la única opción realista para todos ellos es que se generen más y mejores empleos.
Esa es la realidad. Las condiciones de vida de la población en extrema pobreza solo pueden mejorar si surgen más y mejores oportunidades de empleo en el sector productivo de la economía, y para que eso se convierta en una realidad es menester mucha más inversión de la que hoy existe.
Como se ha dicho infinidad de veces, para que las inversiones (nacional y extranjera) aumenten es indispensable que se den ciertas condiciones. Esas condiciones son la certeza jurídica de los derechos de los inversores, la libertad de emprender y de contratar y la seguridad personal y de los bienes de los inversores. La conflictividad social opera, precisamente, en contra de dichas condiciones, y por eso el procurador, con todo respeto, se equivoca. La conflictividad social es una de las causas de que haya pobreza, y no al revés.
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