¿Quiere sacar de la arena a un contrincante político o a un competidor en el mercado? Es fácil hacerle daño a un adversario en Guatemala.
Usted puede escarbar en su pasado y detectar algo que luzca ilegal para accionar en su contra. Mejor si su investigación revela algo real, como haber laborado en una empresa o ente estatal cuyos ejecutivos obraron turbiamente, con o sin su consentimiento. Si su opositor tuviera una trayectoria intachable, sin embargo, lo puede acusar falsamente. Puede inventar que lavó dinero, contaminó un río o defraudó al fisco. A golpe dado no hay quite, dice el refrán. Aun si los reporteros emplean palabras como “supuesto” o “presunto”, la reputación del atacado quedará enlodada.
Los medios de comunicación transmitirán imágenes de su enemigo angustiado, sus manos engrilletadas, siendo transportado a prisión preventiva por policías. O su adversario será proclamado “prófugo de la justicia”. Si con el tiempo y a un elevado costo personal el sujeto limpia su nombre, la nota periodística será breve. En cambio, levantar un dedo acusatorio, sobre todo si maniobramos desde el anonimato, prácticamente no tiene costo. Supongo que es natural confiar más en quien delata que en el difamado. Incluso dudamos de algunas víctimas: sospechamos que se entraron en su oficina o lo asesinaron porque estaba inmiscuido en algo siniestro.
Entiendo la sed de justicia entre los guatemaltecos. El Organismo Judicial no ha resuelto millones de casos. Cabe sentirse desesperanzado respecto de los juzgados, sobre todo tras oír que es posible comprar veredictos. No logramos seguir los intrincados y técnicos argumentos entre abogados, mientras que el tono noticioso es relativamente accesible. ¿Quién no recuerda la sensacional Power Point de Carlos Castresana armando la acusación de autosuicidio de Rodrigo Rosenberg? Pero, ¿cuántos hemos seguido los intrincados pasos posteriores para establecer si Castresana acertó? Librar la batalla en el campo mediático es un pobre sustituto para el sistema judicial, pero preferimos que los medios de comunicación combatan el mal, incluso si se llevan de corbata a uno que otro inocente.
Otro motivo para preferir la lucha mediática es el desprestigio de las leyes mismas. Abundantes regulaciones contradictorias y obscuras tienden a “criminalizar” muchos actos lícitos, al punto que muchos hemos infringido leyes que quizás ni siquiera conocemos.
El clima que vivimos es propicio para una cacería de brujas. La sociedad emitió un ultimátum a los corruptos y tenemos ansias de reformar el sistema político y judicial. Cuando la corrupción está tan afincada en las instituciones gubernamentales, no basta con una leve barrida superficial. No tenemos tiempo ni paciencia para largos juicios individuales. Así, el legítimo fervor ciudadano puede abrir la puerta a unos cuantos operadores cuyo verdadero objetivo sea eliminar a sus enemigos.
Quizá debamos recordar a Joseph McCarthy. El macartismo, una palabra derivada del apellido de este senador americano, consiste en acusar de traición o subversión, con débiles pruebas o métodos injustos, sin que se respete el derecho del acusado. McCarthy llevaba razón: en los años cincuenta, los comunistas querían usurpar el poder y transformar el sistema democrático abierto en uno totalitario. El problema es que tachó de comunistas a algunos que no lo eran.
¿Cuántos inocentes han sido injustamente perseguidos en Guatemala? ¡Quién sabe! Sé que cualquiera de nosotros podría figurar en El Peladero o en una vergonzosa primera plana. Somos vulnerables. Seguramente, por eso desde la época de Justiniano se delineó el principio de presunción de inocencia, según el cual asumimos la inocencia de la persona hasta que se pruebe lo contrario. No podemos construir una mejor sociedad prescindiendo de estas garantías individuales.
“…el legítimo fervor ciudadano puede abrir la puerta a unos cuantos operadores cuyo verdadero objetivo sea eliminar a sus enemigos”.
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