En el poema Ningún hombre es una isla, J. Donne nos dice que “La muerte de cualquier hombre me disminuye, porque estoy involucrado en la humanidad, y por tanto, nunca mandes a saber por quién doblan las campanas; doblan por ti” (1642).
Conmovedor: “el pasado 29 de marzo, Maycol murió en los brazos de su abuela —en la vía pública—, cuando junto a la madre del menor intentaban trasladarlo al Hospital General San Juan de Dios” (PL). ¿Quién no se indigna y lamenta ante el sufrimiento y trágica muerte de esta indefensa criatura? Unas semanas antes, el 7 de marzo, se supo que una menor de un año que padece desnutrición fue abandonada en la colonia Loma Linda, San Miguel Ixtahuacán, San Marcos. El 20 de diciembre de 2015, un recién nacido, abandonado cerca del metamercado de Coatepeque, Quetzaltenango, fue rescatado por varios vecinos que escucharon su llanto cuando era atacado por hormigas.
Muchos, y me incluyo entre ellos, nos apresuramos a citar estadísticas de tanta organización que se dedica a describir la pobreza. Cerca de la mitad de los niños en Guatemala sufren desnutrición y existen áreas del país donde esta estadística alcanza el 65 a 70%. Esto contrasta con la noticia de que la embajadora de Guatemala en Italia, Stephanie Hochstetter, fue elegida a la presidencia de la Junta Ejecutiva del Programa Mundial de Alimentos de las Naciones Unidas.
Le tocó a Maycol. Después del hecho, muchos analistas, formadores de opinión y políticos se apresuraron a señalar lo que “esto demuestra”. La jefa de Supervisión Hospitalaria de la PDH declaró que la muerte de Maycol “demuestra el fracaso del Plan Hambre Cero y el Plan de los Mil Días”. Otros señalan que Maycol es un símbolo; desde la terrible desigualdad que vivimos, hasta los efectos de 40 años de gobiernos neoliberales. Para más, esto “demuestra” lo trogloditas que son quienes se oponen a la Ley de la Juventud. Surgen culpables que sirven posiciones ideológicas o políticas: los financistas de las campañas, los que se niegan a subir salarios, quienes explotan a los pobres, los dueños de la tierra y los que prosperan merced de una sociedad injusta. No faltó el analista que dijera que los responsables de la muerte de Maycol, somos todos.
Uno o varios eslabones en la trágica cadena se rompieron. Alguien que tenía que dar aviso a otro no lo dio, quien tenía que intervenir no lo hizo. Quien no ha sido mencionado ni señalado es el padre de Maycol; no aparece. La ausencia del padre deja en evidencia el primer factor de riesgo de este bebé. Unos se indignan porque otros señalan a la madre como la principal responsable. Al ver el historial de Maycol, es evidente que su madre, Leili, tuvo muchas advertencias, recomendaciones y oportunidades de salvarlo; incluso le llevaron alimentos a su casa cuando no llegó a una cita. La madre es responsable y esa responsabilidad es ineludible. Le siguen la abuela, en cuyos brazos murió; el padre ausente, los parientes cercanos, amigos, vecinos, la cuadra y el barrio. Por más que se le atribuya responsabilidad a la sociedad, al sistema político o al ministro, desde cualquier óptica que se vea, la familia y su círculo cercano fallaron a Maycol, un ser indefenso que requería de su cuidado para sobrevivir.
¿Hay esperanza para Guatemala, para los cientos de miles de niños que despiertan, pasan el día y se van a dormir, con hambre? ¿Hay capacidad para proponer y construir consensos que vayan más allá de señalar culpables? ¿No es tiempo de silenciar la guerra ideológica, la confrontación, deponer el conflicto y subirse al tren del progreso?
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