La vida durante mi infancia fue verdaderamente pacífica, quizá porque nací y crecí en La Antigua, una ciudad pequeña cuya grandeza reside en sus ruinas, donde los despojos arquitectónicos son la advertencia permanente de que toda obra humana puede derrumbarse en segundos, sin avisar.
En aquellos días la puerta de calle se mantenía siempre abierta o se cerraba para impedir el tránsito de los chuchos aunque bastaba tirar de la pita de cáñamo, sostenida por un nudo, para ingresar. Los niños éramos felices, andábamos libres por la calle, nos íbamos de campamento a los cerros, y ni siquiera se pedía permiso en las fincas, porque una cosa era la propiedad privada para explotar la tierra y otra el libre tránsito por campos y bosques de todos. La Cuaresma era y sigue siendo nuestra fiesta, aunque de costumbre de unos cuantos vecinos ahora es atracción de multitudes. Los hombres cargábamos al Nazareno sangrante, con la cruz a cuestas o dentro de la urna mortuoria, mientras las mujeres nos seguían llevando a la madre agobiada, con el puñal ensartado en el corazón. Así vivimos avisados, hasta que nos llegó el momento, porque el terremoto de 1976 revolvió el porvenir. No fue solo el bamboleo, muros derrumbados, techos caídos y la cauda de muerte, sino la indiferencia de la Naturaleza, porque al día siguiente amaneció claro, el cielo azul y los volcanes quietos, con el sol generoso calentándonos la piel. Lo humano se hizo pesadumbre, fue susto y fiesta porque la tragedia cortó la rutina, y de ese bamboleo aún no nos recuperamos. La vida cambió, vino la reconstrucción y la insurrección, proliferaron las armas, la desconfianza, la migración, y resultamos convertidos en un pueblo violento, enfrentados y sin libertad.
Ahora hay gente desesperada clamando por la aplicación de la pena de muerte para librarse de la maldad, y otros se oponen a tales extremos negando la existencia del mal. Ni para protegernos nos ponemos de acuerdo, y nos negamos el reconocimiento. Unos quieren avanzar y otros se empeñan en saldar las cuentas del pasado. Lo que padecemos es pena de vida, que se convierte en ausencia de patria. Por eso fallan los intentos por exaltar la soberanía. Nuestro presidente Jimmy quiso levantar la frente, y habló de soberanía ante los embajadores de naciones extranjeras cooperantes, para que todos escucharan pero lo entendiera uno, e hizo todo el show escudado bajo la capa del Nuncio, lo que en sí mismo negaba sus palabras. Tendremos soberanía cuando nos pongamos de acuerdo entre nosotros, no para que unos se aprovechen de otros, sino como lo están haciendo espontáneamente en las comunidades rebeldes del interior. Pongamos reglas claras de convivencia, hagámoslas cumplir como sea, y el resultado será la recuperación de la nación.
No Responses