ALFRED KALTSCHMITT
Detenido en medio de la enorme congestión causada por los derrumbes de la carretera a El Salvador, la semana pasada tuve que convertir la frustración de la desesperación en oportunidad de entretención. Activé el teléfono inteligente, tiré para atrás el sillón y me puse a navegar por internet. Pude ver dos conferencias muy interesantes de las famosas charlas “Ted”. Un sitio cuyo lema es “ideas que valen la pena difundir”. Uno de los conferencistas hablaba de la tecnología y el impacto que esta ha tenido en la vida de todos los habitantes del planeta.
Y nosotros aquí parados como tontos, a las 21.30 horas —me dije—, un derrumbe que debió preverse cuando se construyó la carretera y después de las devastadoras consecuencias de las tormentas Mitch, Stan y Ágatha.
Ahora se derrumba medio cerro, y al hacer el análisis, Conred descubre lo que todos sabíamos ya empíricamente desde hace años: que la montaña es inestable y sujeta a deslizamientos y derrumbes cuando la saturación de agua llega a su límite. Sucedió unos kilómetros atrás hace unos años, cuando en dos consecutivas ocasiones la carretera se hundió.
Y esa es la tendencia de nuestra idiosincrasia gubernamental. Esperar que nos agarre el día nefasto para pensar en la curita del momento. Chapuces de última hora. Medidas de emergencia que se convierten en permanentes sin llegar nunca a solucionar las “causas” de los efectos, para evitar vivir permanentemente “afectados”.
Dentro de 84 meses seremos casi 22 millones de guatemaltecos. Ocho millones más que ahora para el 2020. Es un montón de gente que se agregará a esos “afectados” que sufren los estragos del atraso y conforman esa presa de proyectos elementales en infraestructura y servicios públicos.
Y me pongo a pensar que ningún gobierno tendrá los suficientes recursos para poder llevar a cabo ese monumental inventario de pendientes. Solo lo podrá llevar a cabo en alianzas público privadas, como lo están haciendo otros países desarrollados.
Pregúntenle a cualquiera de los que vivimos en la carretera a El Salvador si estarían dispuestos a pagar un peaje que nos ahorrase un promedio de dos horas diarias de conmutación, con el consiguiente impacto en combustible y desgaste vehicular. Todos exclamaríamos al unísono: ¡Por favor, háganlo!
Pero en este país, hablar de casi cualquier proyecto que implique al sector privado es objeto de crítica acérrima y el ataque frontal de la jauría “anti-todo”. Cárceles, educación, hospitales, carreteras, aeropuertos, puertos, y cientos de servicios podrían llevarse a cabo con mayores indicadores de éxito y eficiencia que los del Estado. Y no se habla de la “privatización”, sino de innovadoras metodologías de operación y ejecución de proyectos.
Tomo un ejemplo. Educación: El Estado gasta miles de quetzales en graduar un alumno de diversificado. Los pobres resultados están a la vista. Si se les diese a los colegios una suma por estudiante, pagadera contra resultados netos, medibles, el ahorro sería sustancial, se ampliaría la oferta y la calidad educativa mejoraría.
Hospitales: El despilfarro, la eficiencia y la efectividad de la organización, administración y control del sistema hospitalario es deficiente. Si el Estado le pagase en modalidad de outsourcing a hospitales calificados con certificaciones ISO, los servicios serían más económicos y con mejor atención.
Infraestructura pública: Carreteras, puertos y aeropuertos. Actualmente existe una deficiencia muy alta en carreteras. Se les adeuda miles de millones a los constructores. Algunos cumplieron y no se les paga, otros no cumplieron y la factura la paga el ciudadano, con carreteras en pésimo estado.
Si un consorcio privado financiara, construyera y operara bajo estándares de alta eficiencia ciertas carreteras, el impacto en la economía —por el ahorro/ horas hombre— sería cuantioso. Solo ese costo de horas/hombre recuperadas en productividad pagaría en el largo plazo la inversión.
¿Quiénes se opondrían a esto? Adivine
Artículo publicado en el diario guatemalteco Prensa Libre, el día martes 29 de octubre 2013.
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