En Guatemala se ha puesto de moda manifestar, porque pareciera que solo haciendo presión en bulto se logran resultados. Sale un grupo a la calle a detener el tráfico haciendo ruido, quemando llantas, sonando cacerolas y entonces aparecen pronto las autoridades, no porque desconocieran la necesidad previamente sino arrastradas por el “temor mediático”, esa nueva enfermedad de los políticos para quienes lo más importante es “parecer”. Pero a los relajos de los estudiantes, sindicalistas, trabajadores y amas de casa, ahora se sumaron los contrabandistas en la frontera mexicana con Tapachula, que declararon públicamente y ante las cámaras que a eso se dedicaban, que tenían años de pasar mercadería de un lado al otro del Suchiate, como si lo suyo fuera una gracia. Las cámaras de la televisión mostraron a los contrabandistas muy molestos por la militarización de la aduana, porque ya ni su trabajo les permiten realizar normalmente. Así clarito lo decían: “somos contrabandistas y exigimos nuestro derecho de trabajar”, o que el Gobierno nos dé otro empleo.
El caso es curioso, porque aunque sorprende y da risa, hace pensar. Todo lo que es permitido se convierte con el tiempo en una costumbre, y los niños que han crecido transportando gasolina a nado, empujando una balsa con cajas de aceite comestible o mercadería variopinta, según se pone favorable el precio de un lado u otro en la frontera, no comprenden por qué motivo ahora se les impide realizar su trabajo, en vísperas de la Navidad. Ellos conocen cada sendero, las horas viables, saben jugarle la vuelta a la Policía, y hasta son propietarios de las rutas heredadas de padres o tíos, y presumen de ser contrabandistas, un trabajo decente y justo como cualquier otro, porque ellos no matan a sus esposas con un palo de béisbol ni son como algunos diputados que firman cualquier deuda a cambio de su esfuerzo. Los contrabandistas tienen la conciencia limpia.
Ya solo falta que los vendedores de drogas manifiesten porque les quieren cerrar un punto, o los tuctuqueros porque andan operando sin licencia, y quizá los sicarios exijan su derecho de matar a cambio de Q50, ofreciendo promociones de dos por uno el fin de semana, pero convencidos de estar en su derecho. Los vendedores ambulantes son otros envalentonados, huyendo siempre de las autoridades, y los piratas, haciendo cada quien lo que le da la gana, cubiertos con la manta de la impunidad.
Publicado el 21 de noviembre de 2013 en www.elperiodico.com.gt por Méndez Vides http://elperiodico.com.gt/es/20131121/opinion/238336/
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