Karen Cancinos
La primera es la tendencia a analizar cualquier fenómeno social en términos de la lucha de clases marxista, resabio infortunado de la polarización política del país durante décadas. Al discurso ustedes-los-ricos-nosotros-los-pobres se han sumado, entre otros, el Arzobispo Metropolitano y la Vicepresidente. Tanto monseñor Vian como la señora Baldetti, sin proponérselo supongo, se decantaron esta semana por ese tipo de discurso, con sus afirmaciones de “ese es un caso entre muchos, hay que tratar a todos por igual” del primero, y “hay miles de casos similares que yo he denunciado y que no avanzan igual que ese” de la segunda.
Pienso que quienes esgrimen esa línea de discurso están equivocados. Los presumo bienintencionados. Pero yerran al sostener que los avances del caso se deben a la pertenencia a un estrato socioeconómico acomodado de Cristina Siekavizza, la joven madre presuntamente asesinada a manos de su marido, hoy erigido en enemigo público. Si se capturó a Roberto Barreda y se ha iniciado su encausamiento –cosa justa por donde se le mire–, tal cosa no se debió a los recursos e influencias de la familia Siekavizza (que en todo caso debió enfrentar los recursos e influencias de su otrora parentela política, los Barreda De León), sino a su tenacidad, y al colosal sentido de amistad del grupo de amigos de Cristina. Encuentro admirables tanto esa determinación como ese saber ser amigo, y si algo bueno hemos de sacar los guatemaltecos de este caso, es aquilatar y tratar de imitar esos rasgos tan ennoblecedores.
La segunda tendencia de la riada de comentarios, es la que va por generalizar la situación de las mujeres guatemaltecas. Quienes van por esta línea sostienen, explícita o implícitamente, que el caso Siekavizza es representativo. Que casarse, tener hijos y administrar un hogar es sinónimo de ponerse en peligro de ser asesinada a golpes por el cónyuge en un momento u otro. Que en este país las mujeres son odiadas por serlo, y que “las estructuras” sociales, familiares y religiosas incentivan ese odio. Que por lo tanto hay que “repensar” y “cuestionar” el rol de hombres y mujeres en la vida de familia, el matrimonio, las creencias de fe, etcétera. Que el retrato de la familia feliz es solo eso, un retrato, el súmmum de la hipocresía.
Pienso que esta generalización se hace con mucha ligereza y, muchas veces, con mala fe. En estos días, las instituciones (comenzando por la familia) parecen estar bajo asedio y aunque no digo que eso es bueno o malo, sí digo que es un rasgo de los tiempos que vivimos. Pero yo sostengo que el caso Siekavizza ha llamado tanto la atención no precisamente por representar lo que vivimos las guatemaltecas casadas y amas de casa, sino por representar la excepción a la cotidianidad del hogar. Es verdad que en Guatemala hay miles de patanes que golpean y abusan de los débiles, pero siguen siendo la minoría. Donde más seguras están las mujeres no es en la calle, en el trabajo o en una relación de noviazgo o de convivencia, sino en un matrimonio. Sí, ya sé que esto no suena a activismo feminista, pero la verdad nunca es políticamente correcta.
Artículo publicado en el diario guatemalteco Siglo 21, el día viernes 15 de noviembre 2013.
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