La acusación de la semana pasada nos permitió conocer con evidencias lo que se sospechaba de mucho tiempo atrás: la corrupción reina en el gobierno guatemalteco. Aunque el caso se centra en la administración del PP, el sistema ha funcionado así desde hace décadas y, en mayor o menor grado, la mayoría de personas que han pasado por la administración pública y los “contratistas” del estado han sido copartícipes.
¿Es un problema de personas? Yo considero que no: el problema es el sistema. No se trata sólo de cambiar a las personas, se debe cambiar el sistema, el cual debe funcionar de tal manera que, aún si llegan las peores personas, éstas no puedan hacer tanto daño. Para entender el problema, veo dos grandes ramas de corrupción que fomenta el sistema actual: a) el gasto público y b) el “control” de las actividades.
En la primera, el funcionario tiene el poder discrecional para decidir a quién se le asigna una compra y se confabula con el contratista para dársela a cambio de una “comisión”. Indistintamente de quién sea la iniciativa, ambos delinquen y por tanto deben ser perseguidos. Las plazas para fantasmas, las plazas innecesarias y los “beneficios” injustificados son un subconjunto de este mismo problema.
¿Cómo minimizar esta corrupción? Transparentar procesos, denunciar, perseguir y condenar a los corruptos son paliativos, pero si realmente se quieren hacer cambios efectivos y sostenibles en el largo plazo, se debe reducir –ojalá eliminar- el sistema de estado benefactor/mercantilista. El gobierno debe concentrar los esfuerzos y recursos de los tributarios en fortalecer la seguridad y el sistema de justicia, en lugar de dedicarse a muchas cosas que de todos modos no las hace bien porque su verdadero propósito -aunque esté maquillado de buenas intenciones- es la corrupción.
El segundo tipo de corrupción, la que permite el “control” de las actividades, es para mí el más pernicioso para la sociedad. Este se da cuando, debido a las “regulaciones”, una persona o empresa requiere de permisos para producir. Esto le permite a funcionarios corruptos extorsionarlos, condicionando la aprobación o rapidez del trámite a una compensación.
La imposibilidad de trabajar y producir se convierte en un acicate para muchísimos que no ven otra opción más que ceder al chantaje so pena de quebrar. Y mientras más requisitos, sellos y permisos se requieren, este calvario se va transformando en un infierno. Debido a la existencia de tanto control y regulación absurdos, creería que casi nadie en Guatemala se ha salvado de ser alguna vez extorsionado de esta manera. La mayoría han preferido ceder, aunque conozco algunos casos memorables de gente y empresas que se han negado al chantaje, siempre con grandes costos, pérdidas y alguna que otra quiebra como consecuencia. Los funcionarios que incurren en estas extorsiones y -por injusto que parezca- quienes han accedido a las mismas, también han cometido delitos que deben ser perseguidos.
El camino para reducir este tipo de corrupción es limitar la “permisología” a la mínima expresión. Al fin, la gran mayoría de requisitos tienen como objetivo principal justificar la existencia de la burocracia y brindar oportunidades a los corruptos. Y en los pocos que queden, reducir al máximo la discrecionalidad de los funcionarios, estableciendo el silencio administrativo con plazos muy específicos y una oficina judicial en la que se pueda denunciar efectivamente a los funcionarios extorsionistas sin temor a represalias.
Si no estamos dispuestos a hacer este tipo de cambios en el sistema, no nos debe extrañar que la corrupción siga viva y que, al mínimo descuido, crezca corregida y aumentada.
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