El general Ríos Montt y el comandante Fidel Castro tienen la misma edad, 86 años. El guatemalteco nació el 16 de junio de 1926, el cubano el 13 de agosto del mismo año. Ambos ejercieron el poder con mano de hierro y se les responsabiliza de la muerte de miles de seres humanos. Aquí terminan las similitudes.
El primero es un villano vilipendiado dentro y fuera de su país, donde acaba de ser condenado a ochenta años de cárcel por genocidio y crímenes de lesa humanidad, supuestamente cometidos durante el conflicto armado que ensangrentó Guatemala (1960-1996). El otro es venerado por media humanidad y morirá tranquilamente en su cama, sin tener que rendir cuentas por las barbaridades que perpetró dentro y fuera de Cuba: fusiló a mansalva, hizo de “su” isla una inmensa cárcel y patrocinó la subversión en todo el continente.
Sin entrar en el detalle de la sentencia pronunciada el 10 de mayo contra Efraín Ríos Montt, celebrada como un “hito histórico” en la prensa internacional, tanto de izquierda como de derecha, me limitaré a señalar las incongruencias de la acusación y la manipulación de los testigos de cargo, originarios del Triángulo Ixil, una zona del altiplano donde la guerrilla tuvo mucha presencia hasta la contraofensiva demoledora del Ejército en 1982. La campaña militar fue a iniciativa de Ríos Montt, un general retirado convertido en pastor evangélico que había llegado a la presidencia ese mismo año a través de un golpe.
Es por esos hechos que el viejo militar ha tenido que responder ante la justicia. Los familiares y vecinos de las víctimas fueron convocados por el tribunal para relatar las circunstancias de la muerte de 1,771 ixiles en el transcurso de quince matanzas perpetradas hace treinta años y atribuidas a Ríos Montt. La excesiva precisión de algunas descripciones —la mayoría de los testigos no estuvo en el lugar de los acontecimientos y varios sobrevivientes eran entonces niños muy pequeños—, además de ciertos detalles inverosímiles, hacen sospechar que todos fueron previamente aleccionados para apuntalar un expediente judicial muy endeble.
A instancias de un influyente grupo de activistas estadounidenses y españoles, el ministerio público se empeñó en presentar un cargo de genocidio en lugar de limitarse a una acusación de crímenes de guerra, mucho más fácil de probar, pero menos rentable en términos políticos. ¡Vaya genocidio!, donde la mayoría de los autores materiales eran indígenas como sus víctimas, ya que el Ejército reclutaba sus tropas en las mismas comunidades. ¿Un autogenocidio, pues?
En cuanto al presunto responsable intelectual de esos crímenes, no le ha ido mal cuando se presentó, una década después, a las elecciones: Ríos Montt fue el diputado más votado por los vecinos de sus supuestas víctimas (otra diferencia con Fidel Castro, que tomó el poder por las armas y lo monopolizó durante medio siglo, sin someterse nunca al sufragio universal y democrático).
El tribunal no ha podido demostrar de manera fehaciente que hubo de parte del ex presidente “intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso”, según la definición de genocidio acordada por la ONU. Pese a todo, Ríos Montt ha sido condenado bajo ese cargo, lo que abre la puerta a una anulación de la sentencia en apelación. Con esto ha quedado claro que se trató de un juicio político, plagado de irregularidades, bajo la batuta de una juez, Yassmín Barrios, que había dado sobradas pruebas de su parcialidad en casos anteriores.
Esa pantomima ha contado con la connivencia de Estados Unidos —también de varios gobiernos europeos, siempre animados por “buenas intenciones”—, que en otra época apoyó solapadamente la estrategia contrainsurgente de Guatemala y de sus vecinos para compensar la ayuda de la URSS y de Cuba a las guerrillas centroamericanas. Mucho antes, en 1954, la CIA había alentado el golpe militar contra el gobierno izquierdista de Jacobo Arbenz.
Hoy, Washington quiere borrar ese pasado vergonzoso, y se equivoca de nuevo. No es culpa de Obama. Todo empezó en tiempo de George W. Bush, a partir de 2001, cuando la embajada de EU en Guatemala se posicionó ostensiblemente a favor de la condena de tres militares en el caso del asesinato del obispo Juan Gerardi. No había una sola prueba sólida, pero allí estaba la misma Yassmín Barrios y cumplió con los deseos de la comunidad internacional.
Si se trata realmente de apoyar la reconciliación y poner fin a la impunidad que ha reinado en Centroamérica durante los conflictos del siglo pasado, habrá que interesarse también por los responsables del otro bando. Hasta ahora, la justicia no ha alcanzado a los ex guerrilleros, que no han rendido cuentas por su participación en varias masacres y en numerosos secuestros.
Publicado el 18/05/2013 en www.razon.com.mx por Bertrand de la Grange http://razon.com.mx/spip.php?page=columnista&id_article=172810
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