El “menos peor” siempre es peor

Ya es un comportamiento repetido: votamos por el “menos peor”. Pero las evidencias nos vienen mostrando que el “menos peor” siempre es peor. Es decir, los considerados “menos peores” terminan ganando las elecciones y luego nos demuestran que entran también en la categoría de “peores”; es decir, ese grupo o galería de hombres y mujeres que no han hecho nada por el país, pudiendo hacer muchísimo.

El “menos peor” siempre es peor porque tampoco se distancia muchísimo del otro tipo de candidatos que consideramos “lo peor”. Entre unos y otros la diferencia termina encontrándose en la magnitud, tamaño o vistosidad de sus errores y de sus mañoserías. No es que unos sí y otros no, parece que todos sí, pero unos lo hacen menos vistosamente que otros. En palabras populares, la diferencia entre unos y otros es que unos “lo saben hacer”, y otros simplemente no.

Votar por el “menos peor” es realmente abandonarnos a nuestra suerte. Es asumir y aceptar que no tenemos opciones, aunque creamos que sí podemos escoger. Es reconocer que el sistema político, y la cultura que lo sostiene, ya topó hace rato y nos deja sin la mínima posibilidad de creer que contribuimos con nuestro país cuando marcamos la x sobre la papeleta electoral. Si escogemos el “menos peor” es porque no existe una verdadera opción.

He ahí la importancia y profundidad del voto nulo. ¿Por qué entonces venimos escuchando y leyendo desde hace muchos años una completa culpabilización y descrédito hacia la anulación del voto, como un verdadero gesto ciudadano? ¿Por qué tenemos que sentir obligación de apoyar a alguien si nadie nos convence? Esto se agudiza cuando estamos en la segunda vuelta de la elección y ya solo son dos los candidatos a escogerse.

El voto nulo representa todo un símbolo, y esperamos que ahora también constituya un elemento jurídico que nos permita lanzar mensajes contundentes a una clase política que cree que las cosas siguen sin cambiar.

Pero no se trata solo de la elección presidencial. Donde se ubica el mayor repudio y motivo para la indignación desde hace años, elevada a la máxima potencia en estos últimos meses, es en la elección de diputados(as). Casi es una especie de condena en estos últimos años que tengamos que ver como dignatarios a los mismos rostros de siempre, los rostros que también ya han sido señalados por distintas anomalías desde hace tiempo. Qué chocante es verlos que son reelectos, que vuelven a vestirse con su tacuche de gala para tomar posesión, pero luego la pobredumbre los invade cuando pasa el tiempo. ¿Cuántos de los diputados actuales con más de dos períodos realmente pueden presentarse como limpios o intachables?

Tener opciones significaría que todas las expresiones de política partidaria pudieran competir en absoluta igualdad de condiciones. Pero, de qué igualdad se puede hablar cuando las elecciones son categóricamente decididas por la capacidad económica que tenga un partido o candidato. También hablaríamos de igualdad si todo candidato ocupara los mismos espacios en los medios, que se respetaran las reglas de juego, que nadie empezara antes, que todos pudiéramos escuchar sus propuestas de solución. Pero no es así. Unos gastan millones y otros no tienen, unos dejan de ofrecer propuestas y quienes se atreven a tenerlas no son ni leídos, ni escuchados, ni oídos, ni vistos.

Por eso, escoger el “menos peor” es una especie de suicidio nacional. Una tragedia en la que participamos casi ciegamente.

Publicado el 14 de julio de 2015 en www.s21.com.gt por Carlos Aldana Mendoza
http://www.s21.com.gt/gaia/2015/07/14/umenos-peor-siempre-peor

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